El año seguía pasando y las situaciones se repetían bastante, excepto por ciertas ocasiones. La relación entre Juan y Margarita seguía igual que siempre, nada nuevo había ocurrido, pero Margarita seguía conservando ilusiones en él y le tenía un cariño especial.
Llegó el cumpleaños de otra de sus amigas y su mejor amiga, Mariana, quien no lo había conocido aún, le pidió que llegado el momento le hiciera una seña para notar quién era. Durante la fiesta ella hizo lo que había arreglado pero la reacción en su amiga no fue la esperada. Luego de un rato de haberlo conocido, Mariana la tomó del brazo y disimuladamente le pidió que la acompañara hasta el baño.
-¿Qué estás pensando, Margarita?
-¿De qué me hablas?
-De Juan, ¿de qué más puedo estar hablando?
-No sé a que te refieres, en verdad no estoy segura de qué pasará con él, pero...
-Espera, espera, a eso me refiero- Le dijo interrumpiéndola.- ¿Tanta historia por él?- terminó de decir con gravedad.
-¿Por qué lo dices?
-Sólo míralo, tu madre se moriría si se lo presentas. ¡Por favor, sabes que no es para vos!
-¿De verdad piensas eso? ¿Qué te hace pensarlo?
-¡Absolutamente todo! ¿No viste cómo se comporta?
En ese momento recordó cómo se encontraba un momento antes de dejar el salón. Era verdad que él estaba jugando con su amiga, y probablemente sólo lo hacía para ponerla celosa, pero también recordaba que ella había hecho algo similar, meses atrás en el cumpleaños de Samanta. Le contó aquella situación a su amiga, que no había estado presente en ese momento, pero eso no cambió la forma de pensar de su amiga, sino que afirmó en ella la idea de que él debía decirle si le gustaba, y si no, no tenía por qué jugar de ese modo.
Ella se sintió de un modo extraño, ya que su madre le había dado a entender algo similar meses atrás, cuando recién se habían conocido. El hecho de que su amiga ahora pensara lo mismo no hacía ora cosa más que darle la razón a su mamá y plantear en Margarita la idea de que después de todo, quizás Juan y ella no fueran el uno para el otro como antes creía.
Regresaron a la fiesta y todo se desarrolló con normalidad. Margarita trató de no pensar demasiado sobre aquel tema, ya que eso no haría otra cosa más que arruinarle la noche. Era imposible aclarar sus ideas en aquel lugar, rodeada de gente, con la música fuerte y con Juan montando un espectáculo con una de sus "amiguitas".
Al regresar a su casa se sentía confundida, pero decidió irse a dormir y no pensar demasiado en el asunto, después de todo nada ataba a Juan y a ella. A la mañana siguiente incluso creyó haberse olvidado de lo sucedido y cuando los vio el lunes en la escuela ellos no aparentaban ser otra cosa más que amigos. Ella había decidido no darle más vueltas al asunto, pero de todas formas no pudo evitar recordar lo que Mariana le había dicho la noche del sábado, al ver a Juan cruzar la puerta de la escuela a la mañana del primer día de la semana.
Aquella semana continuó tranquila, aunque ella había empezado a sentir una nostalgia probablemente no sin fundamentos. Pocas semanas más tarde llegó la primavera, y el cumpleaños de Juan, y él pareció desesperarse por encontrar alguien que "le hiciera compañía". Debido a que nada había sucedido con su amiga, y probablemente no por falta de intenciones por parte de Juan, comenzó a acercarse cada vez más a una chica del año siguiente del colegio; hasta que finalmente comenzaron a salir. La verdad fue que Margarita, por más tristeza que sintiera en su interior, no exteriorizaba nada, ni siquiera a sus mejores amigas, ya que nada nunca la había unido a Juan, y ya habían pasado varios meses desde que se hubiera podido decir que él estaba interesado en ella. Igualmente, hasta ese momento, pensaba que él aún sentía algo por ella, aunque un cambio de actitud repentino la dejó un poco más que confundida. Las cosas dieron un extraño giro: ahora él pasaba todo el recreo con esa chica, sin muchos atributos físicos, y menos aún intelectuales. El hecho de salir de clases esos días previos a las misas, para ensayar con el coro, era algo que causaba sensaciones encontradas en Margarita: seguía disfrutándolo, porque era algo que en verdad le gustaba, pero ahora Juan no hacía otra cosa más que hablar con su noviecita (que también formaba parte del coro). Siempre había otras chicas más grandes que hablaban con ella y la ayudaban a distraerse del asunto pero, cuando volteaba y los veía hablando de cosas sin mucho sentido, el dolor regresaba. Poco a poco ella fue luchando por apagar ese sentimiento y se consoló pensando en que probablemente su madre y su mejor amiga habían tenido razón meses atrás cuando le habían dicho que él no era para ella. Cuando pensaba de esa manera ya no se sentía arrepentida por haber dejado de responder sus mensajes, sino que lo veía como un favor que se había hecho a sí misma "yo estaría en su lugar ahora si no lo hubiera hecho", pensaba cuando la veía, y al compararse con alguien que ya sabía que era inferior a ella, se sentía mejor sobre su propia situación.
Los días pasaban. La primavera casi se convertía en verano, y Margarita deseaba con todas sus fuerzas que el año terminara y llegaran las vacaciones. De repente, sin que ella hubiera mostrado interés sobre el asunto, Karen llegó con la noticia: Juan se había peleado. En ese momento Margarita lo tomó como algo natural, ella sabía que él podía conseguir “algo mejor", pero igualmente trató de no mostrar demasiada emoción acerca de aquella información. Pocos días más tarde ocurrió algo que volvió a confundirla. La preceptora pidió que las delegadas del curso (Margarita y Karen) juntaran los cuadernos de notificaciones de todos los chicos. En total eran cuarenta cuadernos, por lo que los dejaban en un escritorio. De un momento a otro, ella notó que todos los cuadernos se habían caído al suelo. Se acercó para acomodarlos y Juan la vio y trató de ayudarla. Como en las películas de amor, ambos tomaron el mismo cuaderno y rozaron sus manos por un instante. Ese instante pasó rápidamente. Cruzaron sus miradas por un imperceptible segundo y luego se levantaron. Sin cruzar palabra, cada uno volvió a sus tareas. Pocos minutos más tarde, Margarita regresó a donde estaban todos los cuadernos, y sí, una vez más estaban todos, absolutamente todos en el piso. Esta vez no había sido obra del azar, sino que Juan los había tirado todos y se quedó esperando en un costado, a que ella apareciera y los recogiera. Eso fue lo que hizo Margarita cuando notó que todo era un desastre nuevamente y en el momento en que ella se inclinó para levantarlos, Juan se hizo presente como por arte de magia y la ayudó una vez más. Sus manos se rozaron en numerosos instantes. Esta vez, al levantarse cruzaron una mirada que les llevó atrás en el tiempo, que habló de todo lo que no se habían dicho por meses. Ella no pudo evitar reírse, aunque de ese modo no hacía otra cosa más que disimular sus nervios, ya que no tenía ni la más mínima idea de por qué él hacía eso tanto tiempo después. Entonces, entre risas e intensas miradas, él la observó y le dijo “¿Me das tu número?”. Ella no entendió por qué lo decía, pero sólo le tomó unos segundos darse cuenta de que se refería a la típica frase de las películas de amor, en las que siempre cruzan las primeras palabras cuando algún accidente de ese tipo sucede.
miércoles, 29 de diciembre de 2010
Capítulo V: Un Toque de Música
Al lunes siguiente regresaron al colegio como siempre y, más allá de los comentarios de todos acerca de lo sucedido el sábado, no sucedió nada. Si bien Margarita estaba feliz de estar en boca de todos por algo bueno -porque sabía bien que la gente es así: puede alabarte constantemente o puede sentenciarte y ser más cruel que el peor de los jueces- y que todos le hicieran cumplidos, ya fuera por su vestido, su baile o lo simpática que le había parecido a todos aquella noche. Ella en realidad le daba poca importancia a todos aquellos comentarios, ya que seguía esperando que Juan dijera algo referente a aquella noche, pero él parecía haberlo olvidado todo. Por otro lado, parecía que todos los comentarios que esperaba recibir de Juan, se los decía Nicolás que, por más de que salía con otra chica del salón, no tenía amparo alguno en insistir en sus halagos. Ya era por demás insistente y, aunque del modo más suave que podía, Margarita le había dicho que no estaba interesada en él en reiteradas oportunidades, él continuaba diciéndole frases que tenía armadas y que probablemente ya les había dicho a otras chicas. Llegó a un punto en el Margarita ya no sabía cómo hacer para no resultar antipática, pero a la vez hacerle entender de modo claro que él no era el tipo de chico que a ella le gustaba. “¿Qué tengo que hacer para gustarte?” le preguntó un día y, aunque ella no dio respuesta alguna más que una leve risita, en su interior pensó “parecerte más a Juan”. En esa época Margarita tenía la costumbre de sentarse junto a uno de sus mejores amigos, en el último escritorio del salón y, hasta que llegaran los profesores, le contaba las cosas que le sucedían y él siempre se mostraba deseoso de escucharla y a la vez le daba los mejores consejos y lo hacía con una bondad tal que Margarita no lograba comprender cómo había chicos que lo dejaban a un lado. Sí, era verdad que estaba un poco loco, pero era sin dudarlo, una de las personas más buenas y sinceras que ella conocía. En más de una conversación con su amigo, Cristian, aparecía Nicolás y se quedaba hasta que Cristian sentía que estaba de más, y entonces comenzaban nuevamente los halagos y las frases gastadas. Margarita llegó incluso a pedirle a su amigo que se hiciera el distraído y no la dejara sola con Nicolás. Así, como todo chico, se fue cansando y se limitó a decirle algún cumplido de vez en cuando, cuando la situación lo ameritaba.
Por otro lado, siguiendo la costumbre del colegio religioso al que asistían, una vez por mes tenían, durante el horario de clases, una misa especial, llevada a cabo por el sacerdote de la parroquia a la que pertenecía la escuela, ubicada justo al lado de esta. Ese era el momento del mes en el que los profesores y preceptores se veían asignados a luchar contra los alumnos, que aprovechaban el momento para hacer todo tipo de cosas. Algunos se iban de a grupos de dos o tres, a los últimos bancos de la Iglesia, otros se quedaban dormidos. Siempre había alguno que se reía de los chicos que pasaban a leer las lecturas durante la Liturgia de la Palabra, y nunca faltaba alguno de los chicos más grandes para tratar de tomarle una fotografía al sacerdote con la cámara del celular, que escondían bajo la campera del uniforme. Los profesores también cometían de las suyas en esas ocasiones, siempre había algún profesor que no podía evitar entrecerrar los ojos y terminaba parándose al lado de los alumnos (haciendo de cuenta que así podía vigilarlos mejor) para no quedarse dormido. Siempre estaba la directora que se emocionaba con los cantos de meditación y comenzaba a canta más fuerte que nadie, llevando la voz a un falsete que no sonaba para nada bien en el oído de los estudiantes. Los chicos se quejaban siempre de que el guía alternara constantemente las frases “Nos ponemos de pie” y “Podemos tomar asiento”, por lo que se sentaban ante de que el guía diera la orden y en una oportunidad éste no lo notó y pronunció la frase “Pueden tomar asiento” cuando ya todos se habían sentado. Aquel día la Iglesia completa, incluyendo a profesores, directivos, e incluso el sacerdote, estallaron en una celestial carcajada. En fin, las misas mensuales del colegio eran algo de lo que tanto profesores como alumnos se quejaban pero siempre había en ellas algo que daba de que hablar la mañana siguiente, como la vez en la que la directora les dijo a un curso “en un rato los vengo a buscar y vamos a la Iglesia” y luego se olvidó de regresar. Todos los demás cursos se fueron a la Iglesia dejaron a treinta chicos solos en el colegio encerrados en un aula, hasta que un profesor notó que faltaba un curso en la Iglesia y entonces fueron a buscarlos.
Para estas solemnes ocasiones el colegio había decidido organizar un coro de alumnos, conformado por chicos de diferentes cursos, sin importar en realidad sus cualidades musicales, sino que más bien sirvieran de acompañamiento durante las misas. Por esto muchos de los alumnos se unían al coro para salir de las clases con el fin de ensayar las canciones. Pero ése no era el caso de Margarita, quien se había unido porque en verdad le gustaba cantar; y tampoco era el caso de Juan, quien se había unido porque Margarita se había unido una semana atrás.
Así, el coro del colegio se reunía durante horas de clase, en algún saloncito que hubiera libre y, durante la semana previa a cada misa, practicaba las canciones. En un principio Karen también se había unido, pero terminó dejando a Juan y Margarita solos para que se conocieran un poco más. Esto fue generando varias situaciones divertidas entre ellos. Como por ejemplo un día en el que estaban todos reunidos ensayando en un saloncito que generalmente estaba vacío. Usualmente pasaban una o dos horas practicando, pero ese día la chica que dirigía el coro y sus compañeros tuvieron que irse y les dijeron que ellos podían quedarse ensayando cuanto quisieran. Ellos no se negaron y decidieron quedarse allí hasta que algún profesor los llamara. Ese día no tenían ninguna materia muy importante, por lo que ningún profesor se molestó por que estuvieran ausentes a su clase. Ellos pasaron todo el día encerrados allí cerca del calor de, probablemente la única estufa que funcionaba a la perfección de todo el colegio.
Al principio ella estaba cantando algunas canciones pero, con su típica timidez, cada vez bajaba más el tono de su voz. Entonces Juan decidió tratar de hacerla sentir un poco más segura y luego de decirle "no te detengas, tienes muy linda voz", agarró la guitarra y, aunque no sabía tocar, comenzó a raspar las cuerdas con sus dedos, de modo que sirvieran de acompañamiento y Margarita no escuchara sólo el sonido de su propia voz. Rápidamente se les acabó el día, que pasaron encerrados en aquel lugar, alejados de todos los demás, y compartiendo conversaciones sobre todos los temas que a uno se le pueden ocurrir.
Al día siguiente tuvieron la misa para la que habían estado ensayando y, nuevamente compartieron numerosas charlas y relacionaron cada lectura escrita por San Juan con su joven tocayo.
Este tipo de situaciones se repetían una vez por mes y ellos pasaban esa semana conversando constantemente. Durante el resto del mes prácticamente ni hablaban, sino sólo cuando las situaciones los llevaban a hacerlo.
Por otro lado, siguiendo la costumbre del colegio religioso al que asistían, una vez por mes tenían, durante el horario de clases, una misa especial, llevada a cabo por el sacerdote de la parroquia a la que pertenecía la escuela, ubicada justo al lado de esta. Ese era el momento del mes en el que los profesores y preceptores se veían asignados a luchar contra los alumnos, que aprovechaban el momento para hacer todo tipo de cosas. Algunos se iban de a grupos de dos o tres, a los últimos bancos de la Iglesia, otros se quedaban dormidos. Siempre había alguno que se reía de los chicos que pasaban a leer las lecturas durante la Liturgia de la Palabra, y nunca faltaba alguno de los chicos más grandes para tratar de tomarle una fotografía al sacerdote con la cámara del celular, que escondían bajo la campera del uniforme. Los profesores también cometían de las suyas en esas ocasiones, siempre había algún profesor que no podía evitar entrecerrar los ojos y terminaba parándose al lado de los alumnos (haciendo de cuenta que así podía vigilarlos mejor) para no quedarse dormido. Siempre estaba la directora que se emocionaba con los cantos de meditación y comenzaba a canta más fuerte que nadie, llevando la voz a un falsete que no sonaba para nada bien en el oído de los estudiantes. Los chicos se quejaban siempre de que el guía alternara constantemente las frases “Nos ponemos de pie” y “Podemos tomar asiento”, por lo que se sentaban ante de que el guía diera la orden y en una oportunidad éste no lo notó y pronunció la frase “Pueden tomar asiento” cuando ya todos se habían sentado. Aquel día la Iglesia completa, incluyendo a profesores, directivos, e incluso el sacerdote, estallaron en una celestial carcajada. En fin, las misas mensuales del colegio eran algo de lo que tanto profesores como alumnos se quejaban pero siempre había en ellas algo que daba de que hablar la mañana siguiente, como la vez en la que la directora les dijo a un curso “en un rato los vengo a buscar y vamos a la Iglesia” y luego se olvidó de regresar. Todos los demás cursos se fueron a la Iglesia dejaron a treinta chicos solos en el colegio encerrados en un aula, hasta que un profesor notó que faltaba un curso en la Iglesia y entonces fueron a buscarlos.
Para estas solemnes ocasiones el colegio había decidido organizar un coro de alumnos, conformado por chicos de diferentes cursos, sin importar en realidad sus cualidades musicales, sino que más bien sirvieran de acompañamiento durante las misas. Por esto muchos de los alumnos se unían al coro para salir de las clases con el fin de ensayar las canciones. Pero ése no era el caso de Margarita, quien se había unido porque en verdad le gustaba cantar; y tampoco era el caso de Juan, quien se había unido porque Margarita se había unido una semana atrás.
Así, el coro del colegio se reunía durante horas de clase, en algún saloncito que hubiera libre y, durante la semana previa a cada misa, practicaba las canciones. En un principio Karen también se había unido, pero terminó dejando a Juan y Margarita solos para que se conocieran un poco más. Esto fue generando varias situaciones divertidas entre ellos. Como por ejemplo un día en el que estaban todos reunidos ensayando en un saloncito que generalmente estaba vacío. Usualmente pasaban una o dos horas practicando, pero ese día la chica que dirigía el coro y sus compañeros tuvieron que irse y les dijeron que ellos podían quedarse ensayando cuanto quisieran. Ellos no se negaron y decidieron quedarse allí hasta que algún profesor los llamara. Ese día no tenían ninguna materia muy importante, por lo que ningún profesor se molestó por que estuvieran ausentes a su clase. Ellos pasaron todo el día encerrados allí cerca del calor de, probablemente la única estufa que funcionaba a la perfección de todo el colegio.
Al principio ella estaba cantando algunas canciones pero, con su típica timidez, cada vez bajaba más el tono de su voz. Entonces Juan decidió tratar de hacerla sentir un poco más segura y luego de decirle "no te detengas, tienes muy linda voz", agarró la guitarra y, aunque no sabía tocar, comenzó a raspar las cuerdas con sus dedos, de modo que sirvieran de acompañamiento y Margarita no escuchara sólo el sonido de su propia voz. Rápidamente se les acabó el día, que pasaron encerrados en aquel lugar, alejados de todos los demás, y compartiendo conversaciones sobre todos los temas que a uno se le pueden ocurrir.
Al día siguiente tuvieron la misa para la que habían estado ensayando y, nuevamente compartieron numerosas charlas y relacionaron cada lectura escrita por San Juan con su joven tocayo.
Este tipo de situaciones se repetían una vez por mes y ellos pasaban esa semana conversando constantemente. Durante el resto del mes prácticamente ni hablaban, sino sólo cuando las situaciones los llevaban a hacerlo.
martes, 28 de diciembre de 2010
Capítulo IV: El Momento Que Duraría Dos Años
Karen seguía transmitiendo información entre los chicos, y los obligaba a entablar conversaciones y luego ella desaparecía misteriosamente, dejándolos solos en algún rincón de la escuela. Tal era el punto de sus planes para ellos, que se atribuyó la victoria cuando se enteró que habían intercambiado celulares. “No es nada”, decía Margarita, decidida a no ser ella quien comenzara a enviar mensajes. Tampoco le fue necesario hacerlo porque ese mismo sábado a la noche, mientras ella estaba en su casa, mirando un recital de su banda preferida, Juan le preguntó qué había que hacer de tarea. Su excusa fue algo obvia, ya que ni siquiera Margarita, quien siempre cumplía todo en tiempo y forma, hacía sus deberes el sábado a la noche, pero igualmente le gustó haber recibido aquel mensaje y le siguió la corriente hasta que la conversación fue derivando de tema en tema, aportándole interesantes datos de su amiguito. Descubrió que en su casa había una pizzería, que por esto, comía pizza todos los viernes desde que tenía uso de la memoria “acá es religión comer pizza los viernes”, había escrito Juan en uno de sus mensajes. Según decía, escuchaba todo tipo de música y, al igual que ella, también le gustaba la canción “Noviembre Sin Ti”, que se escuchaba en todas las radios en ese momento.
Ese mismo día su madre la descubrió con una sonrisa en el rostro.
-¿Quién te manda tantos mensajes, Margarita?
-Un chico del colegio...
-Y. ¿te gusta?
-Sí, creo que sí- dijo ella, algo insegura, una inseguridad que marcó el resto de su futuro
-“Creo que sí” no es una respuesta hija- dijo su madre, atribuyéndole el juicio de un adulto- ¿Qué harás si te invita a salir?
-Pensaba decirle que sí
-¿Sin estar segura si te gusta o no? ¿Y si él en verdad está enamorado de ti?
Ella seguía aún en la nube de la que no había podido bajar luego de aquella charla que había sostenido con su “amiguito”.
-Si yo fuera su madre no me gustaría que una chica lo lastimara de ese modo, y siendo tu madre no aprobaría que le hicieras vivir eso a ningún chico, como no me gustaría que ningún chico te lo hiciera a ti.
Ella quedó impresionada, fue como si su nube hubiera sido desintegrada de un momento a otro, y sin haber recibido ni una advertencia de que eso sucedería. Sí, en ese momento ella comprendió que a mayor altura, más fuerte será el impacto al caer y, efectivamente ella estaba demasiado alto.
Luego de aquella desilusión, Margarita se sentía terriblemente deprimida, dejó de responder los mensajes de Juan y sentía que se había precipitado demasiado al planear todo un futuro a su lado. De alguna forma, ella no estaba del todo seguro acerca de sus sentimientos: ¿debía seguir adelante y arriesgarse a lastimarlo? ¿O debía dar un paso al costado y continuar esperando a un príncipe azul que quizás jamás llegaría? Se arriesgó por lo segundo...
El lunes siguiente fue insoportable... ella rogó no cruzárselo y así correr el riesgo de que él le preguntara por qué ya no había contestado sus mensajes. Pero como todo, ese día pasó, al igual que el siguiente, y el resto de la semana.
Rápidamente llegó el día de la fiesta de Samanta, según la última información que Karen había transmitido, Juan tenía pensado declarársele a Margarita esa misma noche... Claro que eso había sido antes de que dejaran de mandarse mensajes, y ahora ella se preguntaba si él le diría algo de todos modo. La simple posibilidad de que Juan se le acercara le dio motivos suficientes para pasar dos horas arreglándose y no dejar ni un detalle descuidado, aunque ella estaba segura de que eso no sería suficiente.
El momento legó, junto a sus amigas entró al salón, saludó a los conocidos y, para su sorpresa Juan no había llegado. “Quizás ni siquiera venga” se dijo a sí misma para calmar sus nervios, que ya estaban bastante alborotados. De un momento a otro, mientras ella mantenía una conversación con algunas amigas, vio que él estaba cruzando la puerta de entrada. Sus ojos comenzaron a parpadear rápidamente, sus piernas le temblaron un poco y ella ya no sabía qué hacer, pero cuando él se acercó para saludarla todo pareció cambiar y ella se olvidó de todo eso.
Comenzó la fiesta y todo parecía marchar bien, ella había logrado relajarse y prácticamente se había olvidado de lo sucedido una semana atrás. Él no dejaba de mirarla, estaba sentada justo en frente suyo y disfrutaba, probablemente más de lo que había esperado, de la divertida conversación pero la vida tiene una tendencia natura a cambiar rápidamente el panorama, sin importar lo que nosotros pensemos de él. Y, para acabar con la tranquilidad de la cena, llegó una bailarina de danzas árabes. Hizo su coreografía, y luego no tuvo mejor idea que llamar a la única bailarina, aparte de ella misma, que se encontraba en aquel lugar: Margarita. Para variar con su humor tan tranquilo, ella aceptó y comenzó a mostrar sus virtudes. Para seguir rompiendo con las formalidades, en vez de lucir el típico atuendo, ella llevaba una minifalda, un corset que apenas le permitía respirar y tacos, pero así y todo logró sobrevivir a aquel momento y, además de eso, recibió un aplauso por parte de sus amigas, y los demás presentes, que habían formado una ronda a su alrededor.
Comenzó entonces el momento del baile, como casi siempre, Margarita, ahora reconocida por el show que acababa de presentar, consiguió pareja rápidamente, sin saber que Juan no era un gran bailarín y prefería disimularlo haciendo de cuenta que aquella anoche no tenía ganas de bailar.
Luego de bailar algunos temas con amigos y conocidos, Margarita se dio cuenta de que Juan aún estaba sentado solo, en un rincón del salón, contemplando cómo ella bailaba con todo el mundo. Sintió el mismo deseo de acompañarlo que había sentido pocas semanas atrás en la escuela, y sin dudarlo, se sentó en la silla vacía que había a su lado.
-¡Qué cansada estoy!- dijo para disimular un poco
-No es para menos, bailaste con casi todos los chicos del lugar- Respondió él, secamente
Ella no supo cómo interpretarlo, y por eso no le respondió. Se preguntaba en silencio si él creía que “bailar con todos los chicos del lugar” era algo “inadecuado”, cosa que sinceramente no creía posible. Por otro lado era totalmente comprensible que él se sintiera celoso por no haber bailado con ella aún... “Eso es más probable” se dijo a sí misma en silencio.
-Ya me siento mejor, ¿tú no?- dijo mientras esperaba que él se levantara para bailar con ella finalmente.
-En verdad, no- dijo él, en el mismo tono seco de antes. -Parece que te gusta bastante la canción que escuchamos al principio- agregó, cambiando deliberadamente de tema, y agregándole un tono más simpático a su voz.
-¿Qué canción?- preguntó, confundida por el cambio de actitud que su compañero mostró.
-La que usó en el video.
En ese momento ella comprendió de qué estaba hablando: cuando recién había comenzado la fiesta, se había mostrado, siguiendo una costumbre de aquellas fiestas, un video con fotos de la cumpleañera, mientras sonaba la canción favorita de Margarita...
-Sí, en verdad conozco bien aquella canción; yo he usado la misma en mi fiesta
-Era obvio que ya la conocías bastante bien, no dejaste de cantarla ni un segundo
-¿Me estuviste escuchando todo el tiempo, entonces?
-Sí, y no cantas nada mal, debo decir.
Ella sintió que era una mentira terrible la que acaba de oír, pero sin embargo la aceptó con alegría.
-¿Quieres bailar?- dijo de la nada uno de los invitados. Ella dudó por varios segundos. Miró a Juan, pero éste había regresado a su actitud fría de antes ahora miraba a un costado. Frente a aquella indiferencia fingida ella no pudo hacer otra cosa más que aceptar la invitación del muchacho. Además bailar con él subiría su popularidad -que ya había sido incrementada bastante por la muestra de danza- ya que Nicolás era considerado el chico más apuesto del primer año y todas esperaban tener la oportunidad de bailar con él aquella noche, y para agregarle otro detalle, la canción que acababa de comenzar era propicia para hacer otra demostración de sus cualidades para la danza.
Ella se levantó elegantemente y tomó la mano de su compañero, que no tardó ni dos segundos en llevarla a su cintura. Acabada la canción todos esperaban que comenzara otra de un estilo similar, pero de un momento a otro comenzó la canción triste de amor de aquella época... Noviembre Sin Ti. Ella no pudo evitar recordar que Juan le había dicho cuanto le gustaba Noviembre Sin “Ti” en uno de sus mensajes y, por esas coincidencias del destino, Nicolás la hizo dar una vuelta, y quedar de cara a Juan, justo en ese momento. Las demás parejas estaban bailando un poco más atrás, y Juan estaba sentado solo, justo delante suyo. Sin notar que ella había girado y ahora lo veía, Juan movió los labios, mirando a Karen -que estaba bailando atrás, a un costado-, diciendo en silencio “me quiero morir”.
Cinco minutos después la música había terminado, se habían encendido las luces del salón, y todos habían desaparecido de la pista de baile. Los taxis llegaron a la puerta del lugar y, dulcemente, Juan se ofreció a acompañar a Margarita hasta la puerta para esperar a que llegara su padre, y una vez que él llegó, la acompañó nuevamente al interior del salón, la ayudó a ponerse su abrigo, y se despidieron.
Ese mismo día su madre la descubrió con una sonrisa en el rostro.
-¿Quién te manda tantos mensajes, Margarita?
-Un chico del colegio...
-Y. ¿te gusta?
-Sí, creo que sí- dijo ella, algo insegura, una inseguridad que marcó el resto de su futuro
-“Creo que sí” no es una respuesta hija- dijo su madre, atribuyéndole el juicio de un adulto- ¿Qué harás si te invita a salir?
-Pensaba decirle que sí
-¿Sin estar segura si te gusta o no? ¿Y si él en verdad está enamorado de ti?
Ella seguía aún en la nube de la que no había podido bajar luego de aquella charla que había sostenido con su “amiguito”.
-Si yo fuera su madre no me gustaría que una chica lo lastimara de ese modo, y siendo tu madre no aprobaría que le hicieras vivir eso a ningún chico, como no me gustaría que ningún chico te lo hiciera a ti.
Ella quedó impresionada, fue como si su nube hubiera sido desintegrada de un momento a otro, y sin haber recibido ni una advertencia de que eso sucedería. Sí, en ese momento ella comprendió que a mayor altura, más fuerte será el impacto al caer y, efectivamente ella estaba demasiado alto.
Luego de aquella desilusión, Margarita se sentía terriblemente deprimida, dejó de responder los mensajes de Juan y sentía que se había precipitado demasiado al planear todo un futuro a su lado. De alguna forma, ella no estaba del todo seguro acerca de sus sentimientos: ¿debía seguir adelante y arriesgarse a lastimarlo? ¿O debía dar un paso al costado y continuar esperando a un príncipe azul que quizás jamás llegaría? Se arriesgó por lo segundo...
El lunes siguiente fue insoportable... ella rogó no cruzárselo y así correr el riesgo de que él le preguntara por qué ya no había contestado sus mensajes. Pero como todo, ese día pasó, al igual que el siguiente, y el resto de la semana.
Rápidamente llegó el día de la fiesta de Samanta, según la última información que Karen había transmitido, Juan tenía pensado declarársele a Margarita esa misma noche... Claro que eso había sido antes de que dejaran de mandarse mensajes, y ahora ella se preguntaba si él le diría algo de todos modo. La simple posibilidad de que Juan se le acercara le dio motivos suficientes para pasar dos horas arreglándose y no dejar ni un detalle descuidado, aunque ella estaba segura de que eso no sería suficiente.
El momento legó, junto a sus amigas entró al salón, saludó a los conocidos y, para su sorpresa Juan no había llegado. “Quizás ni siquiera venga” se dijo a sí misma para calmar sus nervios, que ya estaban bastante alborotados. De un momento a otro, mientras ella mantenía una conversación con algunas amigas, vio que él estaba cruzando la puerta de entrada. Sus ojos comenzaron a parpadear rápidamente, sus piernas le temblaron un poco y ella ya no sabía qué hacer, pero cuando él se acercó para saludarla todo pareció cambiar y ella se olvidó de todo eso.
Comenzó la fiesta y todo parecía marchar bien, ella había logrado relajarse y prácticamente se había olvidado de lo sucedido una semana atrás. Él no dejaba de mirarla, estaba sentada justo en frente suyo y disfrutaba, probablemente más de lo que había esperado, de la divertida conversación pero la vida tiene una tendencia natura a cambiar rápidamente el panorama, sin importar lo que nosotros pensemos de él. Y, para acabar con la tranquilidad de la cena, llegó una bailarina de danzas árabes. Hizo su coreografía, y luego no tuvo mejor idea que llamar a la única bailarina, aparte de ella misma, que se encontraba en aquel lugar: Margarita. Para variar con su humor tan tranquilo, ella aceptó y comenzó a mostrar sus virtudes. Para seguir rompiendo con las formalidades, en vez de lucir el típico atuendo, ella llevaba una minifalda, un corset que apenas le permitía respirar y tacos, pero así y todo logró sobrevivir a aquel momento y, además de eso, recibió un aplauso por parte de sus amigas, y los demás presentes, que habían formado una ronda a su alrededor.
Comenzó entonces el momento del baile, como casi siempre, Margarita, ahora reconocida por el show que acababa de presentar, consiguió pareja rápidamente, sin saber que Juan no era un gran bailarín y prefería disimularlo haciendo de cuenta que aquella anoche no tenía ganas de bailar.
Luego de bailar algunos temas con amigos y conocidos, Margarita se dio cuenta de que Juan aún estaba sentado solo, en un rincón del salón, contemplando cómo ella bailaba con todo el mundo. Sintió el mismo deseo de acompañarlo que había sentido pocas semanas atrás en la escuela, y sin dudarlo, se sentó en la silla vacía que había a su lado.
-¡Qué cansada estoy!- dijo para disimular un poco
-No es para menos, bailaste con casi todos los chicos del lugar- Respondió él, secamente
Ella no supo cómo interpretarlo, y por eso no le respondió. Se preguntaba en silencio si él creía que “bailar con todos los chicos del lugar” era algo “inadecuado”, cosa que sinceramente no creía posible. Por otro lado era totalmente comprensible que él se sintiera celoso por no haber bailado con ella aún... “Eso es más probable” se dijo a sí misma en silencio.
-Ya me siento mejor, ¿tú no?- dijo mientras esperaba que él se levantara para bailar con ella finalmente.
-En verdad, no- dijo él, en el mismo tono seco de antes. -Parece que te gusta bastante la canción que escuchamos al principio- agregó, cambiando deliberadamente de tema, y agregándole un tono más simpático a su voz.
-¿Qué canción?- preguntó, confundida por el cambio de actitud que su compañero mostró.
-La que usó en el video.
En ese momento ella comprendió de qué estaba hablando: cuando recién había comenzado la fiesta, se había mostrado, siguiendo una costumbre de aquellas fiestas, un video con fotos de la cumpleañera, mientras sonaba la canción favorita de Margarita...
-Sí, en verdad conozco bien aquella canción; yo he usado la misma en mi fiesta
-Era obvio que ya la conocías bastante bien, no dejaste de cantarla ni un segundo
-¿Me estuviste escuchando todo el tiempo, entonces?
-Sí, y no cantas nada mal, debo decir.
Ella sintió que era una mentira terrible la que acaba de oír, pero sin embargo la aceptó con alegría.
-¿Quieres bailar?- dijo de la nada uno de los invitados. Ella dudó por varios segundos. Miró a Juan, pero éste había regresado a su actitud fría de antes ahora miraba a un costado. Frente a aquella indiferencia fingida ella no pudo hacer otra cosa más que aceptar la invitación del muchacho. Además bailar con él subiría su popularidad -que ya había sido incrementada bastante por la muestra de danza- ya que Nicolás era considerado el chico más apuesto del primer año y todas esperaban tener la oportunidad de bailar con él aquella noche, y para agregarle otro detalle, la canción que acababa de comenzar era propicia para hacer otra demostración de sus cualidades para la danza.
Ella se levantó elegantemente y tomó la mano de su compañero, que no tardó ni dos segundos en llevarla a su cintura. Acabada la canción todos esperaban que comenzara otra de un estilo similar, pero de un momento a otro comenzó la canción triste de amor de aquella época... Noviembre Sin Ti. Ella no pudo evitar recordar que Juan le había dicho cuanto le gustaba Noviembre Sin “Ti” en uno de sus mensajes y, por esas coincidencias del destino, Nicolás la hizo dar una vuelta, y quedar de cara a Juan, justo en ese momento. Las demás parejas estaban bailando un poco más atrás, y Juan estaba sentado solo, justo delante suyo. Sin notar que ella había girado y ahora lo veía, Juan movió los labios, mirando a Karen -que estaba bailando atrás, a un costado-, diciendo en silencio “me quiero morir”.
Cinco minutos después la música había terminado, se habían encendido las luces del salón, y todos habían desaparecido de la pista de baile. Los taxis llegaron a la puerta del lugar y, dulcemente, Juan se ofreció a acompañar a Margarita hasta la puerta para esperar a que llegara su padre, y una vez que él llegó, la acompañó nuevamente al interior del salón, la ayudó a ponerse su abrigo, y se despidieron.
viernes, 24 de diciembre de 2010
CAPÍTULO III: Todo Es Cuestión De Números
Los días pasaban de modo divertido, Karen compartía sus amplios conocimientos con uno y otro y los nuevos rostros siempre inventaban algo que alegraba el día.
Los primeros exámenes llegaban y Margarita, como ya era costumbre, no tenía problema alguno. Una mañana se acercó a corregir unos cálculos con la profesora de matemática y mientras esperaba su resultado, observó que Juan estaba en un escritorio contra un rincón del salón sentado solo.
-¡Excelente Margarita!- dijo la profesora. Al oír eso Juan levantó la vista por un momento, lanzó una pequeña sonrisa, y luego volvió a ver su propio ejercicio y la sonrisa se borró de su rostro. Margarita regresó a su lugar, algunos escritorios detrás del de Juan, y Karen, que ya había notado todo, le dijo:
-Parece que Juan tiene problemas, ¿no?
-Sí, ¿no?
-¿Por qué no lo ayudas un poco?, todo el mundo parece entenderte
-No sé... ¿tú crees?
-¿Qué preguntas? ¡Ve de una vez!
Margarita se puso de pie y dio unos cuantos pasos decisivos hacia la silla vacía al lado de Juan. Sin pedir permiso se sentó y, también sin pedir permiso, miró su hoja.
-¿Puedo decirte en qué te equivocaste?
-Me salvarías si haces eso... pero ¿tan rápido te diste cuenta?
-No es nada difícil, sólo debes recordar que la propiedad no es distributiva cuando hay una suma ahí... Sólo cuando hay multiplicación o división.
Fue una simple ayudita, pero para ambos fue saltar una gran barrera, hasta entonces no habían logrado hablar cuando estaban los dos solos.
Aquella fue la primera de muchas ayudas que se dieron mutuamente.
A la semana siguiente llegó la prueba de vectores de física, aunque aún no había logrado aprender cómo aplicar la propiedad distributiva, él trató de dar lo mejor de sí, pero Margarita comenzó a conocerlo mejor, y leyó en su rostro que también estaba teniendo problemas esta vez. Un simple papelito tenía la respuesta a sus problemas, y si no hubiera sido por los nervios de Juan, la profesora no lo hubiera descubierto jamás.
-¿Qué tiene ahí, López?
-Nada, nada, profesora...
-¿Cómo que nada? ¿Qué es eso? ¿Quién se lo dio?
-Es un borrador- dijo nervioso
-¿Un borrador? ¿Nadie le enseñó que no se hacen borradores? ¡Esto ya no es la primaria, chicos!
Juan había quedado temblando y le echó una miradita sobre el hombro a Margarita, ella abrió los ojos en señal de alarma y él le devolvió una sonrisa, para hacerle saber que ya había pasado el peligro. Luego se dieron mutuamente las gracias, él por haber recibido la ayuda y ella por no haber sido delatada cuando la profesora le preguntó quién se lo había pasado.
Luego de la adrenalina y el stress generado por la lunática profesora de física, Samanta repartió las invitaciones a la fiesta de su cumpleaños de quince. En caso de que el lector no lo sepa, en Argentina -así como en el resto de Sudamérica- las adolescentes acostumbran hacer grandes fiestas, que podrían compararse con las bodas, para sus cumpleaños número quince. Así como las chicas norteamericanas lo hacen al cumplir los dieciséis.
En seguida todos comenzaron a comentar cómo sería la fiesta y qué atuendos llevarían. Para ser honestos, nadie tenía demasiadas expectativas sobre qué usaría Margarita, era una chica bonita, sí, nadie lo negaba, quizás la más bonita de la clase; pero en la escuela ella se mostraba demasiado seria y concentrada en sus asuntos.
Los primeros exámenes llegaban y Margarita, como ya era costumbre, no tenía problema alguno. Una mañana se acercó a corregir unos cálculos con la profesora de matemática y mientras esperaba su resultado, observó que Juan estaba en un escritorio contra un rincón del salón sentado solo.
-¡Excelente Margarita!- dijo la profesora. Al oír eso Juan levantó la vista por un momento, lanzó una pequeña sonrisa, y luego volvió a ver su propio ejercicio y la sonrisa se borró de su rostro. Margarita regresó a su lugar, algunos escritorios detrás del de Juan, y Karen, que ya había notado todo, le dijo:
-Parece que Juan tiene problemas, ¿no?
-Sí, ¿no?
-¿Por qué no lo ayudas un poco?, todo el mundo parece entenderte
-No sé... ¿tú crees?
-¿Qué preguntas? ¡Ve de una vez!
Margarita se puso de pie y dio unos cuantos pasos decisivos hacia la silla vacía al lado de Juan. Sin pedir permiso se sentó y, también sin pedir permiso, miró su hoja.
-¿Puedo decirte en qué te equivocaste?
-Me salvarías si haces eso... pero ¿tan rápido te diste cuenta?
-No es nada difícil, sólo debes recordar que la propiedad no es distributiva cuando hay una suma ahí... Sólo cuando hay multiplicación o división.
Fue una simple ayudita, pero para ambos fue saltar una gran barrera, hasta entonces no habían logrado hablar cuando estaban los dos solos.
Aquella fue la primera de muchas ayudas que se dieron mutuamente.
A la semana siguiente llegó la prueba de vectores de física, aunque aún no había logrado aprender cómo aplicar la propiedad distributiva, él trató de dar lo mejor de sí, pero Margarita comenzó a conocerlo mejor, y leyó en su rostro que también estaba teniendo problemas esta vez. Un simple papelito tenía la respuesta a sus problemas, y si no hubiera sido por los nervios de Juan, la profesora no lo hubiera descubierto jamás.
-¿Qué tiene ahí, López?
-Nada, nada, profesora...
-¿Cómo que nada? ¿Qué es eso? ¿Quién se lo dio?
-Es un borrador- dijo nervioso
-¿Un borrador? ¿Nadie le enseñó que no se hacen borradores? ¡Esto ya no es la primaria, chicos!
Juan había quedado temblando y le echó una miradita sobre el hombro a Margarita, ella abrió los ojos en señal de alarma y él le devolvió una sonrisa, para hacerle saber que ya había pasado el peligro. Luego se dieron mutuamente las gracias, él por haber recibido la ayuda y ella por no haber sido delatada cuando la profesora le preguntó quién se lo había pasado.
Luego de la adrenalina y el stress generado por la lunática profesora de física, Samanta repartió las invitaciones a la fiesta de su cumpleaños de quince. En caso de que el lector no lo sepa, en Argentina -así como en el resto de Sudamérica- las adolescentes acostumbran hacer grandes fiestas, que podrían compararse con las bodas, para sus cumpleaños número quince. Así como las chicas norteamericanas lo hacen al cumplir los dieciséis.
En seguida todos comenzaron a comentar cómo sería la fiesta y qué atuendos llevarían. Para ser honestos, nadie tenía demasiadas expectativas sobre qué usaría Margarita, era una chica bonita, sí, nadie lo negaba, quizás la más bonita de la clase; pero en la escuela ella se mostraba demasiado seria y concentrada en sus asuntos.
lunes, 13 de diciembre de 2010
Capítulo II: A Primera Vista, Por Segunda Vez
Nuevamente, era una tibia mañana de marzo en Buenos Aires. Frente a la entrada de la secundaria había unos pocos padres, y muchos adolescentes. Todos parecían tranquilos y relajados, nadie aparentaba preocuparse por nada, excepto ellos. Ella tenía ya quince años, estaba parada a un costado. El primer reflejo del sol cayó en su cabello y el destello encendió algo en el interior del joven que la miraba desde la esquina. Sin saber por qué, sintió la necesidad de acercarse a ella. Comenzó a caminar hacia la puerta, ella vio el chispazo encenderse en sus ojos y sintió una especie de deja vù.
-Hola- dijeron al mismo tiempo
-¿Empiezas este año?- preguntó ella
-Sí, ¿tú también?
-Sí- Respondió dulcemente
-Entonces, sólo nos queda esperar ¿verdad?
-Sí...
Ya no sabían qué decir, pero era obvio que algo querían decir.
Una señora abrió la puerta.
-Pasen por aquí, chicos... -dijo, y los recibió como si los conociera de toda la vida.
Así comenzó el día. Sus amigos comenzaron a llegar y sin darse cuenta comenzaron a separarse.
-Yo seré su preceptora- dijo la señora que había abierto la puerta. -a mí pueden preguntarme lo que deseen y si necesitan algo o simplemente quieren hablarme, no duden en venir conmigo.
Aparentaba ser una mujer dulce y sincera, y rápidamente se ganó la confianza de todos los chicos.
-Por ser el primer día podrán sentarse en grupos si quieren- dijo antes de irse.
La idea parecía algo infantil, pero fue en verdad útil, sobre todo para los chicos que no se conocía entre sí.
Se formaron cinco grupos: adelante de todo las chicas que "no tenían ningún problema": no sentían nervios, eran seguras de sí mismas y se reían como si conocieran absolutamente todo lo que las rodeaba. En un costado el grupo en donde ella se encontraba: eran seis chicas que se conocían desde la primaria y que, como era normal, estaban nerviosas y se preguntaban qué pensarían los rostros nuevos sobre ellas. En el otro costado los "chicos malos", que se conocían también desde antes y no tenían reparo alguno en cometer sus "travesuras" el primer día. En el fondo, el grupo en donde estaba él: eran chicos tranquilos, que en su mayoría no se habían visto hasta ese momento; y en el último rincón del salón, una mezcla de chicos que se conocían, con chicos que no y que no eran ni molestos ni tranquilos.
El día pasó más rápidamente de lo que ellos podían haber imaginado y, sin que siquiera lo notaran, pronto llegó la hora de irse a casa nuevamente.
Ella y sus cinco amigas ya lo habían planeado todo:
-¿Nos iremos juntas, verdad?- preguntó ella
-Sí, ustedes cuatro sí, yo tengo que irme a la casa de mi tía- dijo otra chica
-¡Ah, yo tampoco! mi mamá me pidió que comprara el almuerzo antes de ir a casa
Así fue que de a una, todas parecían tener una excusa para dejarla sola.
-Espera un segundo, él también va caminando para allá- dijo su amiga señalando al "niño de ojos chispeantes" -Tú espérame aquí.
De un momento a otro, su amiga le había encontrado un compañero
-¿Vamos?- dijo él nervioso, mientras comenzaba la caminata. Notaba algo en ella que lo ponía nervioso, pero no sabía qué era.
-Sí- Ella también estaba nerviosa, aunque no quisiera admitirlo.
Ninguno de ellos sabía qué decir. Caminaban en silencio y por momentos se miraban el uno al otro. Una vez más cruzaron miradas y ella se perdió en los ojos oscuros de su compañero, mientras él sentía deseos de verla sonreír.
-¿Vives por aquí cerca?, tu rostro me es familiar
-No, tomo el colectivo en aquella esquina y no bajo hasta la última parada.
-Entonces no sé de dónde pueda conocerte...- dijo ella mientras una breve sonrisa se dibujó en su rostro. Él se sintió más que satisfecho por aquel pequeño momento y sus ojos brillaron más que nunca, lo que hizo que ella volviera a sonreír aún más intensamente.
Rápidamente, él se sintió nervioso y apartó la mirada.
-¡Qué calor hace!- dijo ella tratando de crear una conversación.
-Sí, a esta hora el sol está más fuerte, ¿no?
Siguieron caminando sin decir palabra.
-Yo vivo aquí a media cuadra- dijo ella.
Se despidieron rápidamente y así acabó el día.
Unos días más tarde su amiga le dijo que había notado que él la miraba bastante. Ella se sonrojó y le dijo:
-Yo ni siquiera sé su nombre.
-Pero no niegas haberle devuelto las miradas
-Bueno, no tiene nada de malo ¿o sí?
-Claro que no- le dijo su amiga riéndose.
De repente su amiga desapareció y ella quedó sola. Dos segundos más tarde reapareció con el chico en cuestión
-Curiosamente él tampoco te ha vuelto a hablar porque tampoco recuerda tu nombre- Ambos se sonrojaron.
-Soy Margarita
-Yo Juan
Entonces, obligadamente, comenzaron una conversación.
-Hace un rato Margarita y yo estábamos hablando de nuestros hermanos, ambas somos hermanas mayores, yo tengo un hermano menor y ella una hermana, ¿tú?
-Yo soy hijo único... Aunque mis primos son como mis hermanos
-¿Vives con ellos?
-No, mi abuela vive en el fondo de mi casa y mis primos siempre vienen a visitarnos
-Yo también vivo con mi abuela- dijo Margarita
-¿Desde chica?- preguntó Juan
-Desde siempre ¿y tú?
-Desde muy pequeño, ella vino a vivir con mis padres y yo cuando se separó de mi abuelo.
-Entonces ¿tus padres viven juntos?- preguntó, asombrada, la tercera
-Sí ¿los suyos no?
-Los míos sí- dijeron las dos al mismo tiempo
-Pero ¿no están separados tus padres?- dijo su amiga
-No, están casados hace casi veinte años
-Disculpa, es que hoy en día los padres de casi todos parecen estar separados- dijo avergonzada.
Pasaron los días y Karen llevaba y traía todo tipo de información entre Margarita y Juan.
"Él tuvo varicela a los trece años, y por eso se vio obligado a faltar más de un mes al colegio. Lamentablemente terminó perdiendo aquel año”, le contó un día a Margarita.
"Ella la padeció a los cinco, cuando terminó el jardín de infantes, en su caso se perdió una excursión a la "Ciudad de los Niños" le dijo a él al mismo tiempo.
No había duda de Margarita, acerca de Juan, que Karen no supiera responder. En una ocasión, estando en el patio del recreo, Juan hablaba con una chica más grande.
-¿Quién será esa chica?- preguntó Margarita
-No tengo ni la más mínima idea. ¿Estás celosa?
-¿Celosa? ¿De qué?
-¡Ay, por favor! Los celos los llevas tatuados en la cara
-Solamente me pregunto cómo hacer para hablar tanto con él, cuando nosotros estamos solos nunca sabemos qué decir...
Una hora más tarde Karen volvió con la información necesaria.
-Es su prima
-¿Quién es prima de quién?- dijo Margarita totalmente desconectada de lo que Karen estaba pensando
-Esa chica que habla todo el día con Juan, es su prima o algo así... sé que se conocen desde muy pequeños, así que no tienes de qué preocuparte.
-Hola- dijeron al mismo tiempo
-¿Empiezas este año?- preguntó ella
-Sí, ¿tú también?
-Sí- Respondió dulcemente
-Entonces, sólo nos queda esperar ¿verdad?
-Sí...
Ya no sabían qué decir, pero era obvio que algo querían decir.
Una señora abrió la puerta.
-Pasen por aquí, chicos... -dijo, y los recibió como si los conociera de toda la vida.
Así comenzó el día. Sus amigos comenzaron a llegar y sin darse cuenta comenzaron a separarse.
-Yo seré su preceptora- dijo la señora que había abierto la puerta. -a mí pueden preguntarme lo que deseen y si necesitan algo o simplemente quieren hablarme, no duden en venir conmigo.
Aparentaba ser una mujer dulce y sincera, y rápidamente se ganó la confianza de todos los chicos.
-Por ser el primer día podrán sentarse en grupos si quieren- dijo antes de irse.
La idea parecía algo infantil, pero fue en verdad útil, sobre todo para los chicos que no se conocía entre sí.
Se formaron cinco grupos: adelante de todo las chicas que "no tenían ningún problema": no sentían nervios, eran seguras de sí mismas y se reían como si conocieran absolutamente todo lo que las rodeaba. En un costado el grupo en donde ella se encontraba: eran seis chicas que se conocían desde la primaria y que, como era normal, estaban nerviosas y se preguntaban qué pensarían los rostros nuevos sobre ellas. En el otro costado los "chicos malos", que se conocían también desde antes y no tenían reparo alguno en cometer sus "travesuras" el primer día. En el fondo, el grupo en donde estaba él: eran chicos tranquilos, que en su mayoría no se habían visto hasta ese momento; y en el último rincón del salón, una mezcla de chicos que se conocían, con chicos que no y que no eran ni molestos ni tranquilos.
El día pasó más rápidamente de lo que ellos podían haber imaginado y, sin que siquiera lo notaran, pronto llegó la hora de irse a casa nuevamente.
Ella y sus cinco amigas ya lo habían planeado todo:
-¿Nos iremos juntas, verdad?- preguntó ella
-Sí, ustedes cuatro sí, yo tengo que irme a la casa de mi tía- dijo otra chica
-¡Ah, yo tampoco! mi mamá me pidió que comprara el almuerzo antes de ir a casa
Así fue que de a una, todas parecían tener una excusa para dejarla sola.
-Espera un segundo, él también va caminando para allá- dijo su amiga señalando al "niño de ojos chispeantes" -Tú espérame aquí.
De un momento a otro, su amiga le había encontrado un compañero
-¿Vamos?- dijo él nervioso, mientras comenzaba la caminata. Notaba algo en ella que lo ponía nervioso, pero no sabía qué era.
-Sí- Ella también estaba nerviosa, aunque no quisiera admitirlo.
Ninguno de ellos sabía qué decir. Caminaban en silencio y por momentos se miraban el uno al otro. Una vez más cruzaron miradas y ella se perdió en los ojos oscuros de su compañero, mientras él sentía deseos de verla sonreír.
-¿Vives por aquí cerca?, tu rostro me es familiar
-No, tomo el colectivo en aquella esquina y no bajo hasta la última parada.
-Entonces no sé de dónde pueda conocerte...- dijo ella mientras una breve sonrisa se dibujó en su rostro. Él se sintió más que satisfecho por aquel pequeño momento y sus ojos brillaron más que nunca, lo que hizo que ella volviera a sonreír aún más intensamente.
Rápidamente, él se sintió nervioso y apartó la mirada.
-¡Qué calor hace!- dijo ella tratando de crear una conversación.
-Sí, a esta hora el sol está más fuerte, ¿no?
Siguieron caminando sin decir palabra.
-Yo vivo aquí a media cuadra- dijo ella.
Se despidieron rápidamente y así acabó el día.
Unos días más tarde su amiga le dijo que había notado que él la miraba bastante. Ella se sonrojó y le dijo:
-Yo ni siquiera sé su nombre.
-Pero no niegas haberle devuelto las miradas
-Bueno, no tiene nada de malo ¿o sí?
-Claro que no- le dijo su amiga riéndose.
De repente su amiga desapareció y ella quedó sola. Dos segundos más tarde reapareció con el chico en cuestión
-Curiosamente él tampoco te ha vuelto a hablar porque tampoco recuerda tu nombre- Ambos se sonrojaron.
-Soy Margarita
-Yo Juan
Entonces, obligadamente, comenzaron una conversación.
-Hace un rato Margarita y yo estábamos hablando de nuestros hermanos, ambas somos hermanas mayores, yo tengo un hermano menor y ella una hermana, ¿tú?
-Yo soy hijo único... Aunque mis primos son como mis hermanos
-¿Vives con ellos?
-No, mi abuela vive en el fondo de mi casa y mis primos siempre vienen a visitarnos
-Yo también vivo con mi abuela- dijo Margarita
-¿Desde chica?- preguntó Juan
-Desde siempre ¿y tú?
-Desde muy pequeño, ella vino a vivir con mis padres y yo cuando se separó de mi abuelo.
-Entonces ¿tus padres viven juntos?- preguntó, asombrada, la tercera
-Sí ¿los suyos no?
-Los míos sí- dijeron las dos al mismo tiempo
-Pero ¿no están separados tus padres?- dijo su amiga
-No, están casados hace casi veinte años
-Disculpa, es que hoy en día los padres de casi todos parecen estar separados- dijo avergonzada.
Pasaron los días y Karen llevaba y traía todo tipo de información entre Margarita y Juan.
"Él tuvo varicela a los trece años, y por eso se vio obligado a faltar más de un mes al colegio. Lamentablemente terminó perdiendo aquel año”, le contó un día a Margarita.
"Ella la padeció a los cinco, cuando terminó el jardín de infantes, en su caso se perdió una excursión a la "Ciudad de los Niños" le dijo a él al mismo tiempo.
No había duda de Margarita, acerca de Juan, que Karen no supiera responder. En una ocasión, estando en el patio del recreo, Juan hablaba con una chica más grande.
-¿Quién será esa chica?- preguntó Margarita
-No tengo ni la más mínima idea. ¿Estás celosa?
-¿Celosa? ¿De qué?
-¡Ay, por favor! Los celos los llevas tatuados en la cara
-Solamente me pregunto cómo hacer para hablar tanto con él, cuando nosotros estamos solos nunca sabemos qué decir...
Una hora más tarde Karen volvió con la información necesaria.
-Es su prima
-¿Quién es prima de quién?- dijo Margarita totalmente desconectada de lo que Karen estaba pensando
-Esa chica que habla todo el día con Juan, es su prima o algo así... sé que se conocen desde muy pequeños, así que no tienes de qué preocuparte.
domingo, 12 de diciembre de 2010
Capítulo I: A Primera Vista
Esta historia comenzó cuando ninguno de ellos era consciente de eso. Era una tibia mañana de marzo en Buenos Aires. Una mujer, de unos “treinta y pico”, se encontraba de pie frente a la puerta del jardín de infantes con su hija abrazándole las piernas. Junto a ella otra mujer, de apróximadamente la misma edad, se encontraba en la misma situación con su pequeño hijo, que miraba con cariño a la nerviosa niña. Al igual que su hijo, la segunda mujer notó que la otra estaba tan nerviosa como su hija.
-¿Es su primer año, no?- dijo tratando de distraerla
-Sí, ¿tanto se nota?- dijo, sonrojándose, la otra mujer.
-No hay problema, se adaptará muy pronto...
Mientras las mujeres continuaron su conversación, la niña se dio vuelta para ver el rostro de la señora que hablaba con su mamá. Tenía cara simpática y aparentaba ser una persona tranquila. La examinó durante cierto tiempo y luego bajó la vista hasta el niño que continuaba observándola en silencio. Tenía ojos similares a los de su madre, pero en él se encendía un chispazo que logró hacerla olvidar sus nervios. Él seguí mirándola fijamente y, mientras el primer rayo del sol se reflejaba en sus cabellos dorados, notó que sin su madre, ella luciría totalmente indefensa. Deseaba hacerle saber que no había nada que temer, que sólo tendría que acostumbrarse a pasar algunas horas sin su madre, pero todo iba a estar bien. Pero había algo en ella que lo aterraba. Con su pequeña mente de sólo cuatro años, no lograba explicárselo pero ahora él también estaba nervioso.
Los minutos pasaron rápidamente y una joven abrió la puerta.
-Por ser el primer día nos dejarán pasar a nosotras también... - dijo la señora que ya lo había vivido un año atrás- ellos harán una ronda en el centro, cantarán algunas canciones y luego irán a uno de esos salones- hizo un ademán señalando unas puertas- con alguna de aquellas chicas- usó otro ademán para señalar a las maestras.
-Vamos, chicos, acérquense- dijo la maestra.
-Sigue a mi hijo, linda- dijo la señora mirando a la niña.
-Vamos, no tengas miedo, yo estaré aquí- le dijo su madre
En ese momento los ojos de ambos volvieron a cruzarse por un instante: ella notó que el chispazo en los ojos del niño ardía más que cualquier otra cosa que hubiera visto hasta entonces. Él se dio cuenta de que el momento había legado, tenía que hacerle notar que no estaba sola.
-Sígueme- fue lo único que logró decirle, los nervios ya no lo dejaban respirar.
Las madres entraron, las maestras organizaron la ronda, el “niño de los ojos chispeantes” y la “niña de cabello dorado” estaban juntos. Por un momento ninguno de los dos sintió nervios: no importaba que mamá se fuera, ella ya tenía un amigo allí; y no importaba el miedo que él antes había sentido, ahora había logrado mostrarle que era capaz de tranquilizarla. Se olvidaron del mundo por un sagrado momento que les valió por horas.
Una canción que no sabían comenzó...
“Oíd mortales el grito sagrado...” - cantaban las madres mirándolos.
-Tu bolsillo es del mismo color que el mío- dijo ella inocente.
-Eso es porque estaremos con la misma maestra- Respondió él, orgulloso de haberle resuelto su duda.
-Pero si tú ya has estado aquí y eres más grande, ¿por qué estarás conmigo?
Tuvo que tomarse un segundo para calmarse. La niña hablaba demasiado rápido.
-¿Cuántos años tienes?
-Tres- Respondió dulcemente
-Eso es porque los chicos de tres y cuatro estarán conmigo este año; ¡ahora silencio!- Intervino la maestra.
Esa fue la primera de muchas preguntas que él no supo contestarle, y la primera de muchas veces que mantuvieron charlas secretas en momentos de extremo silencio.
Las madres se fueron. La ronda se rompió. La niña se acercó a la puerta cerrada por donde había entrado su mamá. El niño se acercó a ella.
-¿Qué sucede?
-Mamá no está
-Sí, se ha ido... igual que la mía.
-Pero no se despidió...
-No pudo, seguro lo hubiera hecho si hubiera podido
-¡Chicos adentro!- gritó la maestra.
Él se alejó sintiéndose mal consigo mismo por no haber sido capaz de consolarla. Desearía haber podido decir algo que en verdad la calmara, pero ya se había dado cuenta de que cuando se trataba de ella las palabras parecían huir de su boquita. Sin poder hallarle explicación, permaneció observándola desde lejos, donde la maestra no pudiera retarlo.
El tiempo pasaba y la sonrisa estaba cada vez más desdibujada del rostro de la niña. El sol rebotaba en su sedoso cabello una vez más, y una lágrima comenzó a caer por su rosada mejillita. Él no comprendía qué sentía, deseaba verla riendo otra vez, pero ¿qué podía hacer? Decidió decirle a la maestra. La joven se dirigió hacia la niña y la abrazó. Él seguía observando la escena desde lejos, pero se dio cuenta de que, si bien estaba satisfecho por haber logrado que alguien la consolara, en su corazoncito algo le decía que debía ser él quien la abrazara.
Un rato más tarde la niña regresó.
-¿Estás mejor?- preguntó él
-No hasta que vea a mi mamá- dijo ella entre lágrimas
-Si te hace sentir mejor, yo también extraño a mi mamá- y sonrió
-¿Ah, sí? ¿Y qué haces?
-La extraño... -dijo confundido
-¿Quieres que extrañemos nuestras mamás juntos, entonces?- dijo ella, sintiendo cómo la sangre le subía hasta las mejillas.
-Bueno, ¿aquí está bien?- dijo mientras señalaba la ventana que daba al jardín del colegio
-¡Mira ese árbol!- dijo maravillada por el tamaño del antiguo sauce. Y así comenzaron a hablar de árboles y flores, y mariposas, hasta que se olvidaron de la tristeza de que sus madres ya no estaban allí.
Así el día pasó rápidamente, y cuando se dieron cuenta, ya era hora de encontrarse con sus madres nuevamente. En la alegría de verlas y contarles todo lo que habían vivido en aquel mágico día, se olvidaron el uno del otro...
Los años pasaron de igual modo, los chicos de cuatro y cinco años ya no estaban con la misma maestra... Ni los de cinco y seis, ni los de seis y siete... y ya no recordaron ni sus nombres.
-¿Es su primer año, no?- dijo tratando de distraerla
-Sí, ¿tanto se nota?- dijo, sonrojándose, la otra mujer.
-No hay problema, se adaptará muy pronto...
Mientras las mujeres continuaron su conversación, la niña se dio vuelta para ver el rostro de la señora que hablaba con su mamá. Tenía cara simpática y aparentaba ser una persona tranquila. La examinó durante cierto tiempo y luego bajó la vista hasta el niño que continuaba observándola en silencio. Tenía ojos similares a los de su madre, pero en él se encendía un chispazo que logró hacerla olvidar sus nervios. Él seguí mirándola fijamente y, mientras el primer rayo del sol se reflejaba en sus cabellos dorados, notó que sin su madre, ella luciría totalmente indefensa. Deseaba hacerle saber que no había nada que temer, que sólo tendría que acostumbrarse a pasar algunas horas sin su madre, pero todo iba a estar bien. Pero había algo en ella que lo aterraba. Con su pequeña mente de sólo cuatro años, no lograba explicárselo pero ahora él también estaba nervioso.
Los minutos pasaron rápidamente y una joven abrió la puerta.
-Por ser el primer día nos dejarán pasar a nosotras también... - dijo la señora que ya lo había vivido un año atrás- ellos harán una ronda en el centro, cantarán algunas canciones y luego irán a uno de esos salones- hizo un ademán señalando unas puertas- con alguna de aquellas chicas- usó otro ademán para señalar a las maestras.
-Vamos, chicos, acérquense- dijo la maestra.
-Sigue a mi hijo, linda- dijo la señora mirando a la niña.
-Vamos, no tengas miedo, yo estaré aquí- le dijo su madre
En ese momento los ojos de ambos volvieron a cruzarse por un instante: ella notó que el chispazo en los ojos del niño ardía más que cualquier otra cosa que hubiera visto hasta entonces. Él se dio cuenta de que el momento había legado, tenía que hacerle notar que no estaba sola.
-Sígueme- fue lo único que logró decirle, los nervios ya no lo dejaban respirar.
Las madres entraron, las maestras organizaron la ronda, el “niño de los ojos chispeantes” y la “niña de cabello dorado” estaban juntos. Por un momento ninguno de los dos sintió nervios: no importaba que mamá se fuera, ella ya tenía un amigo allí; y no importaba el miedo que él antes había sentido, ahora había logrado mostrarle que era capaz de tranquilizarla. Se olvidaron del mundo por un sagrado momento que les valió por horas.
Una canción que no sabían comenzó...
“Oíd mortales el grito sagrado...” - cantaban las madres mirándolos.
-Tu bolsillo es del mismo color que el mío- dijo ella inocente.
-Eso es porque estaremos con la misma maestra- Respondió él, orgulloso de haberle resuelto su duda.
-Pero si tú ya has estado aquí y eres más grande, ¿por qué estarás conmigo?
Tuvo que tomarse un segundo para calmarse. La niña hablaba demasiado rápido.
-¿Cuántos años tienes?
-Tres- Respondió dulcemente
-Eso es porque los chicos de tres y cuatro estarán conmigo este año; ¡ahora silencio!- Intervino la maestra.
Esa fue la primera de muchas preguntas que él no supo contestarle, y la primera de muchas veces que mantuvieron charlas secretas en momentos de extremo silencio.
Las madres se fueron. La ronda se rompió. La niña se acercó a la puerta cerrada por donde había entrado su mamá. El niño se acercó a ella.
-¿Qué sucede?
-Mamá no está
-Sí, se ha ido... igual que la mía.
-Pero no se despidió...
-No pudo, seguro lo hubiera hecho si hubiera podido
-¡Chicos adentro!- gritó la maestra.
Él se alejó sintiéndose mal consigo mismo por no haber sido capaz de consolarla. Desearía haber podido decir algo que en verdad la calmara, pero ya se había dado cuenta de que cuando se trataba de ella las palabras parecían huir de su boquita. Sin poder hallarle explicación, permaneció observándola desde lejos, donde la maestra no pudiera retarlo.
El tiempo pasaba y la sonrisa estaba cada vez más desdibujada del rostro de la niña. El sol rebotaba en su sedoso cabello una vez más, y una lágrima comenzó a caer por su rosada mejillita. Él no comprendía qué sentía, deseaba verla riendo otra vez, pero ¿qué podía hacer? Decidió decirle a la maestra. La joven se dirigió hacia la niña y la abrazó. Él seguía observando la escena desde lejos, pero se dio cuenta de que, si bien estaba satisfecho por haber logrado que alguien la consolara, en su corazoncito algo le decía que debía ser él quien la abrazara.
Un rato más tarde la niña regresó.
-¿Estás mejor?- preguntó él
-No hasta que vea a mi mamá- dijo ella entre lágrimas
-Si te hace sentir mejor, yo también extraño a mi mamá- y sonrió
-¿Ah, sí? ¿Y qué haces?
-La extraño... -dijo confundido
-¿Quieres que extrañemos nuestras mamás juntos, entonces?- dijo ella, sintiendo cómo la sangre le subía hasta las mejillas.
-Bueno, ¿aquí está bien?- dijo mientras señalaba la ventana que daba al jardín del colegio
-¡Mira ese árbol!- dijo maravillada por el tamaño del antiguo sauce. Y así comenzaron a hablar de árboles y flores, y mariposas, hasta que se olvidaron de la tristeza de que sus madres ya no estaban allí.
Así el día pasó rápidamente, y cuando se dieron cuenta, ya era hora de encontrarse con sus madres nuevamente. En la alegría de verlas y contarles todo lo que habían vivido en aquel mágico día, se olvidaron el uno del otro...
Los años pasaron de igual modo, los chicos de cuatro y cinco años ya no estaban con la misma maestra... Ni los de cinco y seis, ni los de seis y siete... y ya no recordaron ni sus nombres.
Presentación
A partir de acá voy a publicar una novela corta en capítulos. Cada entrada será un capítulo independiente, espero que la disfruten. Acá les dejó el índice y la intro.
"...El amor va en busca del amor
como el estudiante huyendo de sus libros
y el amor se aleja del amor como el niño
que deja sus juegos para volver a la escuela..."
(Romeo Y Julieta, Shakespeare)
ÍNDICE:
I. A Primera Vista
II. A Primera Vista, Por Segunda Vez
III. Todo Es Cuestión De Números
IV. El Momento Que Duraría Dos Años
V. Un Toque De Música
VI. Una Desilusión Tras Otra
VII. ¿Desenlace?
VIII. La Calma Que Precede A La Tormenta
IX. La Tormenta
X. La Calma Posterior A La Tormenta
XI. Otra Despedida, Otro Encuentro
XII. Situaciones
XIII. Más Situaciones
XIV. Un Hallazgo
XV. Vuelta A Casa
XVI. Caída Libre
XVII. Consecuencias
XVIII. ¿Y ahora?
XIX. Nuevo Personaje
XX. Gente
XXI. Equinoccio de Sentimientos
XXII. Meses Más, Meses Menos
XXIII. Años Más, Años Menos
XXIV. A Primera Vista, Por Última Vez
"...El amor va en busca del amor
como el estudiante huyendo de sus libros
y el amor se aleja del amor como el niño
que deja sus juegos para volver a la escuela..."
(Romeo Y Julieta, Shakespeare)
ÍNDICE:
I. A Primera Vista
II. A Primera Vista, Por Segunda Vez
III. Todo Es Cuestión De Números
IV. El Momento Que Duraría Dos Años
V. Un Toque De Música
VI. Una Desilusión Tras Otra
VII. ¿Desenlace?
VIII. La Calma Que Precede A La Tormenta
IX. La Tormenta
X. La Calma Posterior A La Tormenta
XI. Otra Despedida, Otro Encuentro
XII. Situaciones
XIII. Más Situaciones
XIV. Un Hallazgo
XV. Vuelta A Casa
XVI. Caída Libre
XVII. Consecuencias
XVIII. ¿Y ahora?
XIX. Nuevo Personaje
XX. Gente
XXI. Equinoccio de Sentimientos
XXII. Meses Más, Meses Menos
XXIII. Años Más, Años Menos
XXIV. A Primera Vista, Por Última Vez
miércoles, 8 de diciembre de 2010
Colectivo I: La Embarazada
COLECTIVO I: La Embarazada
El momento parecía haber llegado. Esta vez no había dudas -o al menos eso pensaba ella-. Ya había ido a la maternidad dos veces, creyendo que sus bebés estaban finalmente en camino; pero ambas veces había resultado ser una falsa alarma. De todos modos esta vez no había duda alguna: había roto bolsa. Al ver todo el líquido caer, sin previo aviso, al suelo, se desesperó un poco. Estaba sola en su departamento y mil cosas comenzaron a venirle a la mente, sin saber qué responder primero. Se decidió por llamar a su marido que estaba trabajando. Él, por su lado, también enloqueció, no tenía ni la más mínima idea de qué debía hacer... tenía que llevar a su esposa a la maternidad, sin dudas, pero ¿qué pasaría después? Esta vez seguro volvería a casa con tres pequeños, y su mujer que aún se sentiría débil seguramente... ¡Y eran tres!. Aún no se atrevía siquiera a decirlo fuerte. ¿Cómo haría para cuidar a tres niños? Nunca había estado solo con un bebé y ahora, de buenas a primeras, tendría que hacerse cargo de tres, gracias a la fecundación in Vitro. Definitivamente nueve meses no era tiempo suficiente.
Tratando de ocultar sus nervios, se decidió por ir de una vez a a ver a su mujer y acabar del todo con aquella situación.
Cuando llegó a su casa, la embarazada estaba sentada con su panzota, en la mecedora que solía ser de su abuela, casi dormida.
- No te preocupes, creo que aún tenemos tiempo... Rompí bolsa pero no siento contracciones...
- ¿Significa que no hace falta salir corriendo?
- Supongo que no- dijo ella, mientras una de sus piernas comenzaba a sacudirse. Él puso su mano grande en la pierna delgada de su mujer, diciéndole: -No te preocupes, todo saldrá bien.
La pierna dejó de temblar y él se levantó y comenzó a preparar las cosas para partir cuanto antes.
- ¿Pido un taxi?- dijo él
- No, me siento perfectamente, vamos en colectivo.- Insistió ella, creyendo que así se relajaría más.
Caminaron lentamente dos cuadras hasta la parada del colectivo y esperaron tranquilamente. Unos cuantos minutos después el colectivo llegó y subieron a él.
- Apúrense que no tenemos todo el día- dijo, fastidioso, el colectivero, al ver que la mujer tardaba más de lo habitual en subir los altos escalones, mientras su marido trataba de ayudarla. Al escuchar aquellas palabras la joven trató de apresurarse.
- No hace falta que te apures, cariño.- Le dijo su marido. Pero de todos modos ella trató de acelerar sus pasos y trastabilló en el último escalón, tambaleándose bruscamente. Su marido la sostuvo pero, igualmente el sacudón ya había ocurrido y lo sobrevino una fuerte contracción. Rápidamente su marido la condujo hasta un asiento, mientras el colectivero decía: -El boleto...
- Iba a pagarlo de todas formas... pero no iba a dejarla sola- respondió fuerte el otro hombre.
Sacó el boleto y se sentó detrás de su mujer.
Creyó que el viaje sería tranquilo, pero parada a parada, notaba que su mujer estaba cada vez más tensa y sus contracciones eran cada vez más fuertes.
La gente subía y el rostro de su mujer estaba cada vez más arrebatado. Le dio agua, la acarició, trató de calmarla, pero él estaba nervioso también y ya no sabía qué hacer... El colectivo se sacudió a un lado y otro, daba saltos en cada bache que tenía la calle y él notaba la tensión en la cara de su mujer.
Comenzó a buscar algo con qué distraerla... los árboles, la hora... pero nada funcionaba. De pronto volteó su cabeza y descubrió tres niños sentados a un lado, comenzó a observarlos y notó que una señora les dejaba una bolsa con algo dentro bajo el asiento, al tiempo que los distraía, ofreciéndoles caramelos.
Volvió la vista al frente y descubrió que su señora también estaba observando.
- ¿Viste lo que hizo la señora?- dijo él
- Sí, les ofreció caramelos.
- No, eso no... les dejó una bolsa -Dijo en voz baja.
Entonces ella se relajó y comenzó a buscar dónde estaba de la que su marido hablaba... después de haberla encontrado, comenzó a estirar su cuello para tratar de descubrir cuál era su contenido...
- ¿Qué crees que tendrá?- le preguntaba, tratando de distraerla un poco más
- Quizás más caramelos... o dinero falso -dijo, riéndose- ¿No te gustaría que nuestros hijos fueran como ellos tres, míralos son pequeños angelitos.... -agregó mientras posaba sus manos en su panzota.
- ¿Angelitos? ¡Acaban de decirle gorda a aquella mujer!
- Hacen las cosas sin maldad... sólo dicen la verdad... no puedes negarme que la mujer estaba un poco excedida de peso- dijo entre risitas, la mujer, que ya se había relajado por completo.
En ese momento los "angelitos" descubrieron la bolsa y comenzaron a gritar y hacer muecas al descubrir que en su interior había un perrito de peluche.
El colectivo giró, el vendedor de golosinas apareció -abriéndose paso entre la gente a fuerza de empujones- y se interpuso en su visión, pero su marido le tocó el hombro, haciéndole un gesto para indicarle que acababan de llegar a la estación.
- Ahora sí pediré un taxi- dijo él al bajar- No permitiré que te subas a otro colectivo.
Ella se echó a reír, ya que en verdad se había distraído al ver a aquellos niños, pero aceptó la orden de su marido, diciendo -Si me río tanto otra vez, los bebés nacerán en manos de otro simpático colectivero...
El momento parecía haber llegado. Esta vez no había dudas -o al menos eso pensaba ella-. Ya había ido a la maternidad dos veces, creyendo que sus bebés estaban finalmente en camino; pero ambas veces había resultado ser una falsa alarma. De todos modos esta vez no había duda alguna: había roto bolsa. Al ver todo el líquido caer, sin previo aviso, al suelo, se desesperó un poco. Estaba sola en su departamento y mil cosas comenzaron a venirle a la mente, sin saber qué responder primero. Se decidió por llamar a su marido que estaba trabajando. Él, por su lado, también enloqueció, no tenía ni la más mínima idea de qué debía hacer... tenía que llevar a su esposa a la maternidad, sin dudas, pero ¿qué pasaría después? Esta vez seguro volvería a casa con tres pequeños, y su mujer que aún se sentiría débil seguramente... ¡Y eran tres!. Aún no se atrevía siquiera a decirlo fuerte. ¿Cómo haría para cuidar a tres niños? Nunca había estado solo con un bebé y ahora, de buenas a primeras, tendría que hacerse cargo de tres, gracias a la fecundación in Vitro. Definitivamente nueve meses no era tiempo suficiente.
Tratando de ocultar sus nervios, se decidió por ir de una vez a a ver a su mujer y acabar del todo con aquella situación.
Cuando llegó a su casa, la embarazada estaba sentada con su panzota, en la mecedora que solía ser de su abuela, casi dormida.
- No te preocupes, creo que aún tenemos tiempo... Rompí bolsa pero no siento contracciones...
- ¿Significa que no hace falta salir corriendo?
- Supongo que no- dijo ella, mientras una de sus piernas comenzaba a sacudirse. Él puso su mano grande en la pierna delgada de su mujer, diciéndole: -No te preocupes, todo saldrá bien.
La pierna dejó de temblar y él se levantó y comenzó a preparar las cosas para partir cuanto antes.
- ¿Pido un taxi?- dijo él
- No, me siento perfectamente, vamos en colectivo.- Insistió ella, creyendo que así se relajaría más.
Caminaron lentamente dos cuadras hasta la parada del colectivo y esperaron tranquilamente. Unos cuantos minutos después el colectivo llegó y subieron a él.
- Apúrense que no tenemos todo el día- dijo, fastidioso, el colectivero, al ver que la mujer tardaba más de lo habitual en subir los altos escalones, mientras su marido trataba de ayudarla. Al escuchar aquellas palabras la joven trató de apresurarse.
- No hace falta que te apures, cariño.- Le dijo su marido. Pero de todos modos ella trató de acelerar sus pasos y trastabilló en el último escalón, tambaleándose bruscamente. Su marido la sostuvo pero, igualmente el sacudón ya había ocurrido y lo sobrevino una fuerte contracción. Rápidamente su marido la condujo hasta un asiento, mientras el colectivero decía: -El boleto...
- Iba a pagarlo de todas formas... pero no iba a dejarla sola- respondió fuerte el otro hombre.
Sacó el boleto y se sentó detrás de su mujer.
Creyó que el viaje sería tranquilo, pero parada a parada, notaba que su mujer estaba cada vez más tensa y sus contracciones eran cada vez más fuertes.
La gente subía y el rostro de su mujer estaba cada vez más arrebatado. Le dio agua, la acarició, trató de calmarla, pero él estaba nervioso también y ya no sabía qué hacer... El colectivo se sacudió a un lado y otro, daba saltos en cada bache que tenía la calle y él notaba la tensión en la cara de su mujer.
Comenzó a buscar algo con qué distraerla... los árboles, la hora... pero nada funcionaba. De pronto volteó su cabeza y descubrió tres niños sentados a un lado, comenzó a observarlos y notó que una señora les dejaba una bolsa con algo dentro bajo el asiento, al tiempo que los distraía, ofreciéndoles caramelos.
Volvió la vista al frente y descubrió que su señora también estaba observando.
- ¿Viste lo que hizo la señora?- dijo él
- Sí, les ofreció caramelos.
- No, eso no... les dejó una bolsa -Dijo en voz baja.
Entonces ella se relajó y comenzó a buscar dónde estaba de la que su marido hablaba... después de haberla encontrado, comenzó a estirar su cuello para tratar de descubrir cuál era su contenido...
- ¿Qué crees que tendrá?- le preguntaba, tratando de distraerla un poco más
- Quizás más caramelos... o dinero falso -dijo, riéndose- ¿No te gustaría que nuestros hijos fueran como ellos tres, míralos son pequeños angelitos.... -agregó mientras posaba sus manos en su panzota.
- ¿Angelitos? ¡Acaban de decirle gorda a aquella mujer!
- Hacen las cosas sin maldad... sólo dicen la verdad... no puedes negarme que la mujer estaba un poco excedida de peso- dijo entre risitas, la mujer, que ya se había relajado por completo.
En ese momento los "angelitos" descubrieron la bolsa y comenzaron a gritar y hacer muecas al descubrir que en su interior había un perrito de peluche.
El colectivo giró, el vendedor de golosinas apareció -abriéndose paso entre la gente a fuerza de empujones- y se interpuso en su visión, pero su marido le tocó el hombro, haciéndole un gesto para indicarle que acababan de llegar a la estación.
- Ahora sí pediré un taxi- dijo él al bajar- No permitiré que te subas a otro colectivo.
Ella se echó a reír, ya que en verdad se había distraído al ver a aquellos niños, pero aceptó la orden de su marido, diciendo -Si me río tanto otra vez, los bebés nacerán en manos de otro simpático colectivero...
domingo, 5 de diciembre de 2010
Colectivo
COLECTIVO
Iba yo subiendo al colectivo 542, camino a la estación de Lomas de Zamora, donde me encontraría con una amiga que hacía varias semanas no veía.
Luego de sacar el boleto levanté la mirada, escudriñando a un lado y otro del pasillo central, en busca de un asiento libre, pero fue inútil: absolutamente todos estaban ocupados. En el primero había una mujer embarazada, con las mejillas coloradas y las piernas tensas. Estaba sentada justo del lado donde daba de lleno el sol de diciembre y su frente comenzaba a sudar. Desde el asiento de atrás un hombre le alcanzó una botella de agua fresca y puso la mano en su hombro, "Relájate, pronto llegaremos a casa", le dijo en voz baja.
Pocos asientos más allá había tres niños jugando al "Veo- veo", y así comenzaban:
- Veo, veo...
- ¿Qué ves?
- Una cosa...
- ¿Qué cosa?
- Maravillosa...
- ¿De qué color?
- De color... rosa
- Ah, ¡ya sé! ¡El vestido de la gorda! -Gritó el tercer niño, haciendo pasar vergüenza a su madre, que desde ese momento posó su mirada en el piso y no volvió a levantarla.
La "gorda de vestido rosa" puso mirada fastidiosa en un comienzo, pero luego no pudo evitar sentir cierta simpatía por los tres mocosos que acababan de insultarla y antes de bajar les extendió una mano llena de caramelos y, mientras los chicos estaban distraídos con las golosinas, les dejó bajo el asiento una bolsa que hasta ese momento había llevado consigo. Disimuladamente se marchó hacia la puerta intermedia del transporte y finalmente tocó timbre y bajó, sin que nadie notara lo que acababa de hacer. Ni siquiera la madre de los pequeños, que aún miraba el piso por la vergüenza que había pasado pocos minutos antes.
Más atrás una chica volvía de su primer día de trabajo y, orgullosa de sí misma, miraba feliz el atardecer, pensando en qué gastaría la pequeña suma de dinero que recién había ganado. Sin siquiera sentir que una mujer, elegantemente vestida y con un saco de piel falsa en los brazos, ya le había abierto la cartera y tenía posesión de su billetera con todo el dinero y sus documentos también. Mientras ella seguía en su propio mundo, la mujer hizo una seña al colectivero, que paró allí mismo -a mitad de cuadra y sin ser parada- y bajó apresuradamente. Pero nadie tuvo tiempo de darse cuenta, ya que uno de los chicos de los asientos delanteros comenzó a gritar "¡UNA BOLSA, UNA BOLSA!", mientras otro la abría, y el tercero espiaba en su interior "¡un perrito...", exclamaron los tres al mismo tiempo y el colectivero dio vuelta la cabeza como si eso fuera sinónimo a una amenaza de bomba. "... de peluche!" agregaron los tres, sacando un gran perro de largos pelos sintético, de a bolsa que había dejado la mujer.
Con todo aquello, la nerviosa embarazada se encontraba distraída y ahora lucía una dulce sonrisa y sus piernas estaban relajadas, mientras sus manos reposaban tranquilas sobre su panza.
A toda aquella situación sólo unas pocas personas permanecían ajenas: por un lado una joven pareja que intercambiaba miradas. Ambos se encontraban completamente embelesados con los ojos de su compañero. Entonces me dieron a mí también ganas de reflejarme en los ojos de mi novio, pero por desgracia tendría que conformarme con una llamada telefónica a la noche, ya que se encontraba lejos durante la semana.
La otra persona que permanecía aún enajenada y encerrada en su propio mundo era una pobre ancianita que, sentada en un rincón y con ojos llorosos, leía una y otra vez una carta, cuyo encabezado decía "Último aviso previo a remate".
Mientras yo veía todo aquello, un vendedor de golosinas se hacía espacio entre la gente a fuerza de empujones, para llegar antes que nadie a la puerta. Entonces noté que el colectivo acababa de doblar en la esquina de Gorriti y República Árabe- Siria, y ya era hora de que todos bajáramos.
Iba yo subiendo al colectivo 542, camino a la estación de Lomas de Zamora, donde me encontraría con una amiga que hacía varias semanas no veía.
Luego de sacar el boleto levanté la mirada, escudriñando a un lado y otro del pasillo central, en busca de un asiento libre, pero fue inútil: absolutamente todos estaban ocupados. En el primero había una mujer embarazada, con las mejillas coloradas y las piernas tensas. Estaba sentada justo del lado donde daba de lleno el sol de diciembre y su frente comenzaba a sudar. Desde el asiento de atrás un hombre le alcanzó una botella de agua fresca y puso la mano en su hombro, "Relájate, pronto llegaremos a casa", le dijo en voz baja.
Pocos asientos más allá había tres niños jugando al "Veo- veo", y así comenzaban:
- Veo, veo...
- ¿Qué ves?
- Una cosa...
- ¿Qué cosa?
- Maravillosa...
- ¿De qué color?
- De color... rosa
- Ah, ¡ya sé! ¡El vestido de la gorda! -Gritó el tercer niño, haciendo pasar vergüenza a su madre, que desde ese momento posó su mirada en el piso y no volvió a levantarla.
La "gorda de vestido rosa" puso mirada fastidiosa en un comienzo, pero luego no pudo evitar sentir cierta simpatía por los tres mocosos que acababan de insultarla y antes de bajar les extendió una mano llena de caramelos y, mientras los chicos estaban distraídos con las golosinas, les dejó bajo el asiento una bolsa que hasta ese momento había llevado consigo. Disimuladamente se marchó hacia la puerta intermedia del transporte y finalmente tocó timbre y bajó, sin que nadie notara lo que acababa de hacer. Ni siquiera la madre de los pequeños, que aún miraba el piso por la vergüenza que había pasado pocos minutos antes.
Más atrás una chica volvía de su primer día de trabajo y, orgullosa de sí misma, miraba feliz el atardecer, pensando en qué gastaría la pequeña suma de dinero que recién había ganado. Sin siquiera sentir que una mujer, elegantemente vestida y con un saco de piel falsa en los brazos, ya le había abierto la cartera y tenía posesión de su billetera con todo el dinero y sus documentos también. Mientras ella seguía en su propio mundo, la mujer hizo una seña al colectivero, que paró allí mismo -a mitad de cuadra y sin ser parada- y bajó apresuradamente. Pero nadie tuvo tiempo de darse cuenta, ya que uno de los chicos de los asientos delanteros comenzó a gritar "¡UNA BOLSA, UNA BOLSA!", mientras otro la abría, y el tercero espiaba en su interior "¡un perrito...", exclamaron los tres al mismo tiempo y el colectivero dio vuelta la cabeza como si eso fuera sinónimo a una amenaza de bomba. "... de peluche!" agregaron los tres, sacando un gran perro de largos pelos sintético, de a bolsa que había dejado la mujer.
Con todo aquello, la nerviosa embarazada se encontraba distraída y ahora lucía una dulce sonrisa y sus piernas estaban relajadas, mientras sus manos reposaban tranquilas sobre su panza.
A toda aquella situación sólo unas pocas personas permanecían ajenas: por un lado una joven pareja que intercambiaba miradas. Ambos se encontraban completamente embelesados con los ojos de su compañero. Entonces me dieron a mí también ganas de reflejarme en los ojos de mi novio, pero por desgracia tendría que conformarme con una llamada telefónica a la noche, ya que se encontraba lejos durante la semana.
La otra persona que permanecía aún enajenada y encerrada en su propio mundo era una pobre ancianita que, sentada en un rincón y con ojos llorosos, leía una y otra vez una carta, cuyo encabezado decía "Último aviso previo a remate".
Mientras yo veía todo aquello, un vendedor de golosinas se hacía espacio entre la gente a fuerza de empujones, para llegar antes que nadie a la puerta. Entonces noté que el colectivo acababa de doblar en la esquina de Gorriti y República Árabe- Siria, y ya era hora de que todos bajáramos.
sábado, 4 de diciembre de 2010
VUELTA A CASA (fragmento)
Aunque no haya demostración empírica que lo pruebe, es seguro que el momento perfecto no existe. Y si parece existir, se esfuma rápidamente. Margarita era consciente de todo aquello pero, luego de haber bailado toda la noche con Juan, no tenía ganas de recordarlo mientras esperaba el remis que la llevaría a su casa. Era una noche hermosa, la luna brillaba, había una leve brisa, y el hombro de Esteban estaba más cómodo que nunca. Eran las seis de la mañana y ambos estaban sentados en una esquina cercana al boliche. -¿Cuándo llegará el remis?- dijo Esteban en el momento en que una pandilla de chicos aparecía en la esquina de enfrente y comenzaba a golpear a un chico que supuestamente había robado algo. Esteban y Margarita se miraron. Poco más tarde, todos desaparecieron y sólo Dios sabrá qué habrá sido de aquellas personas. Ellos seguían esperando. Los autos iban y venían por la autopista principal de su ciudad y ninguno de los dos decía una sola palabra.
-¿Por qué no le dijiste?, era la situación perfecta...
Margarita no dijo nada, sabía que Esteban siempre esperaba que ella diera el primer paso, pero era consciente de que jamás lo haría.
-¿Temes lo que pueda responderte?- dijo él, dejando ver lo confundido que en verdad estaba.
-No, pero tiene novia. Contra mis nervios puedo, pero contra ella, no.- Ninguno de los dos volvió a decir palabra.
Esteban pensaba que Margarita estaba equivocada, si Juan era su causa de felicidad, entonces estaba a sólo un paso de ser feliz. No era mucho lo que tenía que hacer, sólo acercarse y hablar con él y decirle cómo se sentía. Esteban se imaginaba la situación: era un típico día de escuela, podría ser un lunes, o un miércoles tal vez, Margarita estaba más arreglada que de costumbre, tenía el pelo prolijamente arreglado, y los ojos bien pintados. Sus uñas brillaban con un rosa intenso que combinaban con el color de sus labios y, mientras todos sus compañeros hablaban y gritaban, ella se apoyaba en su hombro y le decía "¿podemos hablar?". Entonces la bocina de un auto lo llevó de regreso al mundo.
-El remis está aquí.- dijo, ayudándola a levantarse.
Subieron al auto y Esteban comenzó a retomar sus pensamientos. ¿Cómo había sido capaz de imaginar tal cosa? Ella era sólo su amiga, no podía permitirse aprovecharse de la confianza que ella le había dado. Se sintió mal consigo mismo por un momento y luego, mientras veía los autos pasar a su lado a través de la ventanilla del auto, su atención se desvió hacia Juan. ¡Qué imbécil! Estar sufriendo por alguien que era igual a todas las demás cuando tenía la posibilidad de aprovechar ese momento en el que tenía entre sus brazos a alguien como Margarita. Él estaba seguro que, de tener esa posibilidad, no la dejaría escapar tan fácilmente. Pero tenía que conformarse con ver a Margarita sufriendo por alguien que no valía la pena. Porque él había llegado a conocerla muy bien y, al igual que otras personas, estaba seguro de que Juan era "poca cosa" para ella. Margarita se merecía alguien que la escuchara, que supiera en qué pensaba cuando ella no tenía la fuerza suficiente para decirlo; y sin dudas, él creía haber demostrado tener muchas más cualidades que Juan, aunque ella pareciera no darse cuenta de todo eso; excepto cuando se sentía mal y necesitaba un hombro donde llorar.
A pocos centímetros, en el asiento delantero, Margarita pensaba en la novia de Juan. No lograba entender por qué alguien podía ser tan cruel con otra persona, sobre todo porque ella jamás haría algo así. Se preguntaba en qué estaría pensando Juan. Mientras ella pensaba en él, seguramente él estaba pensando en esa chica que le había roto el corazón... y entonces sintió que su corazón se rompía también. En ese momento Esteban levantó la mirada y vio el rostro de Margarita reflejado en el espejo retrovisor... y entonces su corazón también se rompió en pedazos.
-¿Por qué no le dijiste?, era la situación perfecta...
Margarita no dijo nada, sabía que Esteban siempre esperaba que ella diera el primer paso, pero era consciente de que jamás lo haría.
-¿Temes lo que pueda responderte?- dijo él, dejando ver lo confundido que en verdad estaba.
-No, pero tiene novia. Contra mis nervios puedo, pero contra ella, no.- Ninguno de los dos volvió a decir palabra.
Esteban pensaba que Margarita estaba equivocada, si Juan era su causa de felicidad, entonces estaba a sólo un paso de ser feliz. No era mucho lo que tenía que hacer, sólo acercarse y hablar con él y decirle cómo se sentía. Esteban se imaginaba la situación: era un típico día de escuela, podría ser un lunes, o un miércoles tal vez, Margarita estaba más arreglada que de costumbre, tenía el pelo prolijamente arreglado, y los ojos bien pintados. Sus uñas brillaban con un rosa intenso que combinaban con el color de sus labios y, mientras todos sus compañeros hablaban y gritaban, ella se apoyaba en su hombro y le decía "¿podemos hablar?". Entonces la bocina de un auto lo llevó de regreso al mundo.
-El remis está aquí.- dijo, ayudándola a levantarse.
Subieron al auto y Esteban comenzó a retomar sus pensamientos. ¿Cómo había sido capaz de imaginar tal cosa? Ella era sólo su amiga, no podía permitirse aprovecharse de la confianza que ella le había dado. Se sintió mal consigo mismo por un momento y luego, mientras veía los autos pasar a su lado a través de la ventanilla del auto, su atención se desvió hacia Juan. ¡Qué imbécil! Estar sufriendo por alguien que era igual a todas las demás cuando tenía la posibilidad de aprovechar ese momento en el que tenía entre sus brazos a alguien como Margarita. Él estaba seguro que, de tener esa posibilidad, no la dejaría escapar tan fácilmente. Pero tenía que conformarse con ver a Margarita sufriendo por alguien que no valía la pena. Porque él había llegado a conocerla muy bien y, al igual que otras personas, estaba seguro de que Juan era "poca cosa" para ella. Margarita se merecía alguien que la escuchara, que supiera en qué pensaba cuando ella no tenía la fuerza suficiente para decirlo; y sin dudas, él creía haber demostrado tener muchas más cualidades que Juan, aunque ella pareciera no darse cuenta de todo eso; excepto cuando se sentía mal y necesitaba un hombro donde llorar.
A pocos centímetros, en el asiento delantero, Margarita pensaba en la novia de Juan. No lograba entender por qué alguien podía ser tan cruel con otra persona, sobre todo porque ella jamás haría algo así. Se preguntaba en qué estaría pensando Juan. Mientras ella pensaba en él, seguramente él estaba pensando en esa chica que le había roto el corazón... y entonces sintió que su corazón se rompía también. En ese momento Esteban levantó la mirada y vio el rostro de Margarita reflejado en el espejo retrovisor... y entonces su corazón también se rompió en pedazos.
viernes, 3 de diciembre de 2010
NO PODÍA SER AMOR
Era una tarde como cualquier otra... Sí, no había nada de particular en el atardecer que veía a través del parabrisas de esu auto. No había nada de particular en los rostros de la gente que esperaba en la esquina, intentando cruzar la calle.
Había aún pájaros zurcando el cielo, a penas nublado, y los últimos rayos del sol se reflejaban en cada uno de los tejados de las casas que pasaban a sus costados.
Llegó a la puerta del hospital, detuvo el motor de su coche y esperó. Encendió el stéreo, pensó en cruzar la calle para comprar un paquete de cigarrillos, pero entonces recordó lo que había prometido a su mujer la noche anterior: dejaría definitivamente de fumar. Subió el volumen de la música y comenzó a desafinar fuerte, para sí distraerse. La canción preferida de su mujer acababa de comenzar, Yesterday de los Beatles. -¿Cuánto faltará para que salga? ¡Ya es la hora!- Se repetía en silencio. Cerró los ojos y siguió cantando y escuchando. Escuchó la puerta del auto abrirse y una suave voz acompañarlo al decir "Why she had to go?, I don't know..." (¿Por qué ella tuvo que irse?, no lo sé...)
Le dio un beso, puso en marcha el auto nuevamente y la canción terminó.
-¿Cuántos cigarrillos no fumaste hoy, amor?
-Si en la radio hubieran estado pasando una canción de Britney Spears, ya me hubiera comprado un paquete, cariño.
-Pero no lo hiciste.
-No, ¿y tu día cómo estuvo?
-No sé si tan bien como el tuyo. Algo horrible sucedió.
-¿Estás bien?- dijo alarmado, quitando las manos del volante y tomando con una la de su mujer y, con la otra, una de sus piernas.
-Sí, sí... pero llegó una niña que ha tenido un accidente... ella va a salvarse pero iba con sus padres en el auto y ambos murieron.
-¡Ay, pobrecita! ¿Cómo se manejan en esos casos? ¿Avisaron a sus abuelos?
-Hicieron una especie de investigación y resulta que la niña no tiene familia, cuando se recupere quedará en adopción.
Así llegó la noche, entre anécdotas del día, y oraciones por la recuperación de la desafortunada niña.
Pero pronto la joven doctora encontró una ocupación: se encargó de comenzar los trámites para adoptar a la pequeña, ya que sabía que su marido había comenzado a fumar cuando se enteraron que él era estéril. Aquella noticia no había cmabiado para nada la relación de la pareja, pero él seguía sintiéndose culpable por no poder darle hijos a su mujer y hasta entonces nada, ni siquiera el cigarrillo, había logrado calmarlo.
Ella volvía a su casa con una gran sonrisa en su rostro, había llegado el momento de contarle su plan a su marido. Hasta aquel momeno había bastado con que ella sola firmara los papeles, pero ahora era necesario que él formara parte de los trámites. De todas formas, algo no salió como se suponía que debía hacerlo... ella estaba demasiado distraída como para prestarle atención al imbécil que cruzó el semáforo en rojo.
No pasaron diez minutos cuando el celular de su marido comenzó a sonar. Ni siquiera se gastó en avisar a su jefe, no lo pensó dos veces y salió corriendo con las llaves del auto en la mano derecha. Llegó al lugar del accidente tan rápido como pudo, pero ya no había nada que hacer... más que los procedimientos de rutina por haber sido un accidente en la vía pública. Como siempre en Argentina, los trámites le llevaron varias horas. Horas escudriñando en el creciente dolor que sentía... pero ahora eso ya había acabado y era hora de volver a casa.
Para todos era noche como cualquier otra. No era de extrañar que los semáforos parpadearan en rojo y amarillo en las calles internas... ni que se vieran perros en las esquinas, con restos de la cena de alguien en la boca. A esa hora no había pájaros zurcando el cielo y, si los hubiera habido, él no los hubiera notado. La luna brillaba entre unas pocas nubes, pero él no la veía. Sólo veía las nubes. Pasó por una estación de servicio y sí, decidió bajarse. Recordó lo que ella le hubiera dicho si hubiera estado allí, pero ese era el problema... Ella no estaba allí. Recordó que ella hubiera dicho que lo estaba observando desde el Cielo, pero ese era el problema... Él no creía en Dios.
Compró los cigarrillos y prendió la radio para terminar el camino a casa.. "Why she had to go?, I don't know..." Era el colmo, apagó la radio y el motor del auto. No podía seguir así. No podía quedarse solo en su casa.
Abrió los ojos nuevamente cuando un policía golpeó el vidrio de su ventanilla. Ya era de día y el hombre pensó que había sufrido un infarto. Explicó la situación al pálido caballero y luego partió. Partió hacia el hospital, no quería estar solo... y allí encontró algunos amigos.
Luego de darle los condolencias debidas trataron de distraerlo. Le mostraron las nuevas instalaciones, lo llevaron de un lado a otro... hasta que encontró una mirada... Una mirada que hizo arder su corazón, que desde la tarde anterior se había congelado... No podía ser amor, pero algo era, no había duda alguna. Una enfermera se aceró y le dijo "Esa es la niña que su mujer pensaba adoptar, la del accidente" "¿Niña?", pensó él. No podía creer que esa fuera la chica de la que había escuchado hablar durante aquel tiempo... él se imaginaba una niña pequeña.
-¿Cuántos años tiene?
-Casi quince.
"Diez años menos que yo" fue lo primero que le vino a la mente. Pero en seguida sacudió su cabeza, tenía que quitarse aquella idea... No podía ser amor.
-¿Y ahora que sucederá con ella?- preguntó
-Puedes adoptarla tú... o conseguir rápidamente alguien que siga con los papeles... sino pasará a la lista de espera nuevamente.
Comenzó a pensar rápidamente. No podía adoptarla, pero sentía que tampoco podía alejarse de ella. Entonces tomó la decisión. Llamó a un compañero de trabajo que sabía hacía años quería adoptar. Le contó la situación, pero ocultó sus sentimientos. No podían ser revelados. No podía ser amor.
Había aún pájaros zurcando el cielo, a penas nublado, y los últimos rayos del sol se reflejaban en cada uno de los tejados de las casas que pasaban a sus costados.
Llegó a la puerta del hospital, detuvo el motor de su coche y esperó. Encendió el stéreo, pensó en cruzar la calle para comprar un paquete de cigarrillos, pero entonces recordó lo que había prometido a su mujer la noche anterior: dejaría definitivamente de fumar. Subió el volumen de la música y comenzó a desafinar fuerte, para sí distraerse. La canción preferida de su mujer acababa de comenzar, Yesterday de los Beatles. -¿Cuánto faltará para que salga? ¡Ya es la hora!- Se repetía en silencio. Cerró los ojos y siguió cantando y escuchando. Escuchó la puerta del auto abrirse y una suave voz acompañarlo al decir "Why she had to go?, I don't know..." (¿Por qué ella tuvo que irse?, no lo sé...)
Le dio un beso, puso en marcha el auto nuevamente y la canción terminó.
-¿Cuántos cigarrillos no fumaste hoy, amor?
-Si en la radio hubieran estado pasando una canción de Britney Spears, ya me hubiera comprado un paquete, cariño.
-Pero no lo hiciste.
-No, ¿y tu día cómo estuvo?
-No sé si tan bien como el tuyo. Algo horrible sucedió.
-¿Estás bien?- dijo alarmado, quitando las manos del volante y tomando con una la de su mujer y, con la otra, una de sus piernas.
-Sí, sí... pero llegó una niña que ha tenido un accidente... ella va a salvarse pero iba con sus padres en el auto y ambos murieron.
-¡Ay, pobrecita! ¿Cómo se manejan en esos casos? ¿Avisaron a sus abuelos?
-Hicieron una especie de investigación y resulta que la niña no tiene familia, cuando se recupere quedará en adopción.
Así llegó la noche, entre anécdotas del día, y oraciones por la recuperación de la desafortunada niña.
Pero pronto la joven doctora encontró una ocupación: se encargó de comenzar los trámites para adoptar a la pequeña, ya que sabía que su marido había comenzado a fumar cuando se enteraron que él era estéril. Aquella noticia no había cmabiado para nada la relación de la pareja, pero él seguía sintiéndose culpable por no poder darle hijos a su mujer y hasta entonces nada, ni siquiera el cigarrillo, había logrado calmarlo.
Ella volvía a su casa con una gran sonrisa en su rostro, había llegado el momento de contarle su plan a su marido. Hasta aquel momeno había bastado con que ella sola firmara los papeles, pero ahora era necesario que él formara parte de los trámites. De todas formas, algo no salió como se suponía que debía hacerlo... ella estaba demasiado distraída como para prestarle atención al imbécil que cruzó el semáforo en rojo.
No pasaron diez minutos cuando el celular de su marido comenzó a sonar. Ni siquiera se gastó en avisar a su jefe, no lo pensó dos veces y salió corriendo con las llaves del auto en la mano derecha. Llegó al lugar del accidente tan rápido como pudo, pero ya no había nada que hacer... más que los procedimientos de rutina por haber sido un accidente en la vía pública. Como siempre en Argentina, los trámites le llevaron varias horas. Horas escudriñando en el creciente dolor que sentía... pero ahora eso ya había acabado y era hora de volver a casa.
Para todos era noche como cualquier otra. No era de extrañar que los semáforos parpadearan en rojo y amarillo en las calles internas... ni que se vieran perros en las esquinas, con restos de la cena de alguien en la boca. A esa hora no había pájaros zurcando el cielo y, si los hubiera habido, él no los hubiera notado. La luna brillaba entre unas pocas nubes, pero él no la veía. Sólo veía las nubes. Pasó por una estación de servicio y sí, decidió bajarse. Recordó lo que ella le hubiera dicho si hubiera estado allí, pero ese era el problema... Ella no estaba allí. Recordó que ella hubiera dicho que lo estaba observando desde el Cielo, pero ese era el problema... Él no creía en Dios.
Compró los cigarrillos y prendió la radio para terminar el camino a casa.. "Why she had to go?, I don't know..." Era el colmo, apagó la radio y el motor del auto. No podía seguir así. No podía quedarse solo en su casa.
Abrió los ojos nuevamente cuando un policía golpeó el vidrio de su ventanilla. Ya era de día y el hombre pensó que había sufrido un infarto. Explicó la situación al pálido caballero y luego partió. Partió hacia el hospital, no quería estar solo... y allí encontró algunos amigos.
Luego de darle los condolencias debidas trataron de distraerlo. Le mostraron las nuevas instalaciones, lo llevaron de un lado a otro... hasta que encontró una mirada... Una mirada que hizo arder su corazón, que desde la tarde anterior se había congelado... No podía ser amor, pero algo era, no había duda alguna. Una enfermera se aceró y le dijo "Esa es la niña que su mujer pensaba adoptar, la del accidente" "¿Niña?", pensó él. No podía creer que esa fuera la chica de la que había escuchado hablar durante aquel tiempo... él se imaginaba una niña pequeña.
-¿Cuántos años tiene?
-Casi quince.
"Diez años menos que yo" fue lo primero que le vino a la mente. Pero en seguida sacudió su cabeza, tenía que quitarse aquella idea... No podía ser amor.
-¿Y ahora que sucederá con ella?- preguntó
-Puedes adoptarla tú... o conseguir rápidamente alguien que siga con los papeles... sino pasará a la lista de espera nuevamente.
Comenzó a pensar rápidamente. No podía adoptarla, pero sentía que tampoco podía alejarse de ella. Entonces tomó la decisión. Llamó a un compañero de trabajo que sabía hacía años quería adoptar. Le contó la situación, pero ocultó sus sentimientos. No podían ser revelados. No podía ser amor.
domingo, 24 de octubre de 2010
EL CAMINO DE LOS PINOS
"El filósofo, debe hacer filosofía cuando ya la vida ha pasado"
Hegel
Es una historia complicada, ya la había visto millones de veces en películas, pero jamás creí que pudiera llegar a pasar en la realidad algún día. Yo era un profesor como cualquier otro, aunque mis alumnos no lo creyeran así. Enseñaba en un pueblito de las afueras de Buenos Aires a adolescentes entre 15 y 18 años. Ellos me conocían como el profesor loco, o el “hippie”. Yo sabía que eso era a causa de la forma en que me vestía, con mis viejos jeans y mis zapatillas gastadas. Usaba el cabello algo largo, era profesor de música y tenía una tendencia pacifista natural.
Estaba acostumbrado a tener bastantes alumnos, porque trabajaba en varias escuelas a la vez, pero mi forma de ser me llevaba a tratar de interiorizarme un poco en la vida de cada uno de ellos. Así conocí a Nicolás, era un chico sencillo, lleno de sueños. Vivía solo con su madre, ya que su padre había fallecido años antes de que yo lo conociera, y no tenía hermanos. Siempre me decía que le hubiera gustado tener la posibilidad de tener hermanos pequeños, o algún pariente más pequeño que él, con quien jugar y compartir su tiempo libre, sobre todo cuando era chico porque en esa época aseguraba haberse aburrido bastante. Un día este joven vino bastante inquieto y se acercó rápidamente a mí.
-¿Qué te sucede, muchacho?- pregunté
-Mi novia necesita ayuda para el examen de ingreso a la Facultad y me preguntaría...
-Deja de dar vueltas, ¿quieres que la ayude?
-Eso la tranquilizaría mucho.
-¿Hay algo más de lo que desearas hablar?- pregunté no sólo por cortesía, sino porque en verdad me interesaba por saber qué le sucedía fuera de la escuela.
Entonces comenzó a contarme que su novia pronto ingresaría a la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires y que tendría que rendir un examen de ingreso y, sabiendo que yo era también profesor de Filosofía, decidió acudir a mí. Además según él, ella le echaba la culpa de sus nervios a toda esa situación, pero él tenía miedo de que ella fuera a dejarlo, ya que iba a mudarse a la capital y sólo se verían los fines de semana. Traté de tranquilizarlo diciéndole que probablemente si ella le decía que esa era la causa de su malestar tuviera razón, y que por otro lado, no había motivo alguno para creer que el sólo hecho de estar un poco más distanciados pudiera acabar con su relación, si era en verdad fuerte.
Pronto él se encargó de presentarme a la chica y comenzamos a reunirnos en la plaza que estaba frente al colegio. Era verdad, no me hizo falta cruzar palabra con ella para notar que estaba por demás stressada, y además que no le gustaba la idea de estudiar en la plaza. Traté de explicarle que era un lugar tranquilo, donde podíamos distendernos de vez en cuando y no prestarle atención solamente al estudio; pero ella no quiso entender, así que terminé llevándola al barcito que estaba a dos cuadras, donde nunca había nadie y donde ella se sentía más a gusto: con un libro sobre la mesa. Pronto noté que en realidad lo único que hacía era leer mucho, rápido y sin prestar atención, por lo que no necesitaba alguien que le enseñara, sino alguien que la vigilara para que no se distrajera, y definitivamente yo no era la persona adecuada. Comenzó a observar mis viejas zapatillas, y después comenzó a hacerme preguntas sobre mí. Entonces armé un plan: estudiábamos una hora y descansábamos media. Media hora de descanso era demasiado, pero esta chica lo necesitaba. Estaba tan agobiada que lo que en verdad necesitaba hubieran sido unas vacaciones en el Caribe, no entrar a la Facultad, pero eso era algo que yo no podía aconsejarle.
La próxima vez que la vi, llevé conmigo mi guitarra, y traté de convencerla de ir de nuevo al parque. No hubo caso, ella creía que aprendía más encerrada entre cuatro paredes con la cara pegada a un libro, pero de todos modos yo estaba decidido a enseñarle que no es así como se estudia Filosofía. "Filosofía es algo más que libros, tesis, pensadores y razonamientos", le dije un día, pero ella seguía con la idea de que sólo pasaría su examen si aprendía de memoria cada teoría y cada forma diferente de llegar a la misma conclusión.
No fue hasta que logré convencerla de ir a la plaza cuando todo comenzó, entonces ella se dio cuenta de la verdad, y yo también. Ese día abrimos mil puertas, y deberíamos haber dejado cerradas varias de ellas. Ella entendió qué era en verdad la Filosofía y por primera vez logró comprender a qué se refería Hegel al decir "El sentimiento es la forma inferior que un contenido puede tener; en ella existe lo menos posible." y probablemente, yo también. En nuestra media hora libre comencé a mostrarle una canción que yo había comenzado a componer y que no sabía cómo continuarla. En ese momento ella se relajó bastante y por primera vez desde que la había conocido la vi sonreír. Entonces fue cuando descubrí cómo terminar la canción y cuando ella volvió la vista otra vez a su libro y se olvidó de mí, yo no pude olvidarme de ella. Tenía el típico carácter rebelde de una adolescente, combinado con la magia de quien no quiere recibir ayuda de nadie y sólo quiere armar su propio destino. Yo ya sabía las formas en que podía acabar, ya había vivido todo eso varios años atrás y, si todo salía bien, en unos años se sentiría satisfecha consigo misma.
Compuse la canción y a la semana siguiente se la mostré. Esa fue la segunda vez que la vi sonreír. Comprobé que su sonrisa era algo sublime, pero ni siquiera pensaba en lo que en verdad me estaba sucediendo, no quería tener que admitirlo. Veía a Nicolás una vez por semana en la escuela, y a ella la veía casi todos los días, ya que habíamos comenzado a reunirnos más seguido al acercarse la fecha del examen. Un día se acercó Nicolás durante el recreo y me dijo:
-¿Podemos hablar?
-Sí, ¿Qué sucede?
-Julieta sigue extraña
-Ya lo sé, pero déjame decirte que creo haber llegado a conocerla bastante bien y son sólo los nervios que siente, una vez que pase el examen probablemente vuelva a ser la de antes.
Entonces comencé a preguntarme cómo sería la Julieta de antes, jamás la había conocido. Y tampoco tendría la posibilidad de conocer a la Julieta que apareciera una vez que hubiera aprobado el examen. Y así fue, unas pocas semanas más y llegó la fecha límite. Pasó su examen y se mudó a la Capital, tal y como lo había previsto Nicolás. Pronto el año terminó y yo dejé de verlo a él también, por lo que perdí toda posibilidad de recibir noticias suyas.
Nunca más supe de ella hasta un día en que finalmente pude comprobar que ella conocía mis sentimientos, y además los correspondía. Ambos estábamos más grandes y muy cambiados: el tiempo había dejado su marca en nosotros. Ella ya no era la adolescente que yo una vez había conocido, ya no usaba uniforme de escuela ni el pelo atado desprolijamente. Probablemente ella dijera lo mismo de mí: yo tampoco usaba mi cabello largo, ni mis jeans y zapatillas viejas. Ese día yo vestía de camisa y corbata y ella un gran vestido blanco. Yo estaba allí porque un amigo me había invitado a ir a la boda de su sobrino, y allí fue donde volví a verla y ella estaba allí porque el sobrino de mi amigo le había propuesto matrimonio.
Todo sucedió mientras ella se estaba tomando fotos cerca del camino y yo estaba del otro lado, alejado de la gente ya que no estaba permitido fumar. Noté que los fotógrafos regresaron al interior del salón y ella se alejó, pidiendo que nadie la siguiera, "en menos de diez minutos regresaré". Todos ellos obedecieron, pero como yo no estaba entre aquellos hombres no tenía por qué acatar esa orden... y la seguí. Me pregunto qué habrá pensado la gente entonces... Qué habrá pensado Nicolás... porque no fueron precisamente diez minutos los que pasamos en ese bosque de pinos al otro lado del camino. Pero de todos modos regresamos a la fiesta, y luego de aquel día perdí toda posibilidad de recibir noticias suyas.
No supe nada más de su historia. A menudo me preguntaba si sería feliz con Nicolás... Si tendrían hijos juntos... Si alguna vez ella pensaría en mí... Si recordaría lo sucedido aquel día, así como yo lo recordaba al levantarme cada mañana, y antes de quedarme dormido cada noche.
Hasta que un día, veinte años más tarde, lo inesperado sucedió: tocaron la puerta de mi casa y mi sobrino abrió. Allí la figura de una mujer se hizo presente y yo pude ver cómo su rostro hizo un gesto al ver quién abría la puerta, creyendo que era mi hijo. Mi sobrino había oído nuestra historia miles de veces, por lo que no tardó en reconocerla y pronto le dijo "soy el hijo de su hermana, vengo aquí para hacerle compañía durante las tardes". Entonces abrió la puerta por completo, invitándola a pasar; y pude ver que la acompañaba una joven.
"Ven cariño, te presentaré a un antiguo profesor y buen amigo mío", dijo Julieta. Esa frase me daba a entender que no podía pronunciar palabra sobre lo que en verdad había sucedido. Yo, que ya tenía entonces sesenta años, y usaba una camisa gastada, pantalones holgados y tenía el pelo bien corto y canoso, presenté a mi sobrino y le conté que jamás me había casado. Ella usaba un vestido largo y sencillo y me contó que aquella, de veinte años, era su única hija. La joven lucía exactamente como Julieta cuando yo la conocí: tenía los ojos soñadores, la actitud impaciente... y usaba zapatillas gastadas y jeans desteñidos.
Hegel
EL CAMINO DE LOS PINOS
Es una historia complicada, ya la había visto millones de veces en películas, pero jamás creí que pudiera llegar a pasar en la realidad algún día. Yo era un profesor como cualquier otro, aunque mis alumnos no lo creyeran así. Enseñaba en un pueblito de las afueras de Buenos Aires a adolescentes entre 15 y 18 años. Ellos me conocían como el profesor loco, o el “hippie”. Yo sabía que eso era a causa de la forma en que me vestía, con mis viejos jeans y mis zapatillas gastadas. Usaba el cabello algo largo, era profesor de música y tenía una tendencia pacifista natural.
Estaba acostumbrado a tener bastantes alumnos, porque trabajaba en varias escuelas a la vez, pero mi forma de ser me llevaba a tratar de interiorizarme un poco en la vida de cada uno de ellos. Así conocí a Nicolás, era un chico sencillo, lleno de sueños. Vivía solo con su madre, ya que su padre había fallecido años antes de que yo lo conociera, y no tenía hermanos. Siempre me decía que le hubiera gustado tener la posibilidad de tener hermanos pequeños, o algún pariente más pequeño que él, con quien jugar y compartir su tiempo libre, sobre todo cuando era chico porque en esa época aseguraba haberse aburrido bastante. Un día este joven vino bastante inquieto y se acercó rápidamente a mí.
-¿Qué te sucede, muchacho?- pregunté
-Mi novia necesita ayuda para el examen de ingreso a la Facultad y me preguntaría...
-Deja de dar vueltas, ¿quieres que la ayude?
-Eso la tranquilizaría mucho.
-¿Hay algo más de lo que desearas hablar?- pregunté no sólo por cortesía, sino porque en verdad me interesaba por saber qué le sucedía fuera de la escuela.
Entonces comenzó a contarme que su novia pronto ingresaría a la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires y que tendría que rendir un examen de ingreso y, sabiendo que yo era también profesor de Filosofía, decidió acudir a mí. Además según él, ella le echaba la culpa de sus nervios a toda esa situación, pero él tenía miedo de que ella fuera a dejarlo, ya que iba a mudarse a la capital y sólo se verían los fines de semana. Traté de tranquilizarlo diciéndole que probablemente si ella le decía que esa era la causa de su malestar tuviera razón, y que por otro lado, no había motivo alguno para creer que el sólo hecho de estar un poco más distanciados pudiera acabar con su relación, si era en verdad fuerte.
Pronto él se encargó de presentarme a la chica y comenzamos a reunirnos en la plaza que estaba frente al colegio. Era verdad, no me hizo falta cruzar palabra con ella para notar que estaba por demás stressada, y además que no le gustaba la idea de estudiar en la plaza. Traté de explicarle que era un lugar tranquilo, donde podíamos distendernos de vez en cuando y no prestarle atención solamente al estudio; pero ella no quiso entender, así que terminé llevándola al barcito que estaba a dos cuadras, donde nunca había nadie y donde ella se sentía más a gusto: con un libro sobre la mesa. Pronto noté que en realidad lo único que hacía era leer mucho, rápido y sin prestar atención, por lo que no necesitaba alguien que le enseñara, sino alguien que la vigilara para que no se distrajera, y definitivamente yo no era la persona adecuada. Comenzó a observar mis viejas zapatillas, y después comenzó a hacerme preguntas sobre mí. Entonces armé un plan: estudiábamos una hora y descansábamos media. Media hora de descanso era demasiado, pero esta chica lo necesitaba. Estaba tan agobiada que lo que en verdad necesitaba hubieran sido unas vacaciones en el Caribe, no entrar a la Facultad, pero eso era algo que yo no podía aconsejarle.
La próxima vez que la vi, llevé conmigo mi guitarra, y traté de convencerla de ir de nuevo al parque. No hubo caso, ella creía que aprendía más encerrada entre cuatro paredes con la cara pegada a un libro, pero de todos modos yo estaba decidido a enseñarle que no es así como se estudia Filosofía. "Filosofía es algo más que libros, tesis, pensadores y razonamientos", le dije un día, pero ella seguía con la idea de que sólo pasaría su examen si aprendía de memoria cada teoría y cada forma diferente de llegar a la misma conclusión.
No fue hasta que logré convencerla de ir a la plaza cuando todo comenzó, entonces ella se dio cuenta de la verdad, y yo también. Ese día abrimos mil puertas, y deberíamos haber dejado cerradas varias de ellas. Ella entendió qué era en verdad la Filosofía y por primera vez logró comprender a qué se refería Hegel al decir "El sentimiento es la forma inferior que un contenido puede tener; en ella existe lo menos posible." y probablemente, yo también. En nuestra media hora libre comencé a mostrarle una canción que yo había comenzado a componer y que no sabía cómo continuarla. En ese momento ella se relajó bastante y por primera vez desde que la había conocido la vi sonreír. Entonces fue cuando descubrí cómo terminar la canción y cuando ella volvió la vista otra vez a su libro y se olvidó de mí, yo no pude olvidarme de ella. Tenía el típico carácter rebelde de una adolescente, combinado con la magia de quien no quiere recibir ayuda de nadie y sólo quiere armar su propio destino. Yo ya sabía las formas en que podía acabar, ya había vivido todo eso varios años atrás y, si todo salía bien, en unos años se sentiría satisfecha consigo misma.
Compuse la canción y a la semana siguiente se la mostré. Esa fue la segunda vez que la vi sonreír. Comprobé que su sonrisa era algo sublime, pero ni siquiera pensaba en lo que en verdad me estaba sucediendo, no quería tener que admitirlo. Veía a Nicolás una vez por semana en la escuela, y a ella la veía casi todos los días, ya que habíamos comenzado a reunirnos más seguido al acercarse la fecha del examen. Un día se acercó Nicolás durante el recreo y me dijo:
-¿Podemos hablar?
-Sí, ¿Qué sucede?
-Julieta sigue extraña
-Ya lo sé, pero déjame decirte que creo haber llegado a conocerla bastante bien y son sólo los nervios que siente, una vez que pase el examen probablemente vuelva a ser la de antes.
Entonces comencé a preguntarme cómo sería la Julieta de antes, jamás la había conocido. Y tampoco tendría la posibilidad de conocer a la Julieta que apareciera una vez que hubiera aprobado el examen. Y así fue, unas pocas semanas más y llegó la fecha límite. Pasó su examen y se mudó a la Capital, tal y como lo había previsto Nicolás. Pronto el año terminó y yo dejé de verlo a él también, por lo que perdí toda posibilidad de recibir noticias suyas.
Nunca más supe de ella hasta un día en que finalmente pude comprobar que ella conocía mis sentimientos, y además los correspondía. Ambos estábamos más grandes y muy cambiados: el tiempo había dejado su marca en nosotros. Ella ya no era la adolescente que yo una vez había conocido, ya no usaba uniforme de escuela ni el pelo atado desprolijamente. Probablemente ella dijera lo mismo de mí: yo tampoco usaba mi cabello largo, ni mis jeans y zapatillas viejas. Ese día yo vestía de camisa y corbata y ella un gran vestido blanco. Yo estaba allí porque un amigo me había invitado a ir a la boda de su sobrino, y allí fue donde volví a verla y ella estaba allí porque el sobrino de mi amigo le había propuesto matrimonio.
Todo sucedió mientras ella se estaba tomando fotos cerca del camino y yo estaba del otro lado, alejado de la gente ya que no estaba permitido fumar. Noté que los fotógrafos regresaron al interior del salón y ella se alejó, pidiendo que nadie la siguiera, "en menos de diez minutos regresaré". Todos ellos obedecieron, pero como yo no estaba entre aquellos hombres no tenía por qué acatar esa orden... y la seguí. Me pregunto qué habrá pensado la gente entonces... Qué habrá pensado Nicolás... porque no fueron precisamente diez minutos los que pasamos en ese bosque de pinos al otro lado del camino. Pero de todos modos regresamos a la fiesta, y luego de aquel día perdí toda posibilidad de recibir noticias suyas.
No supe nada más de su historia. A menudo me preguntaba si sería feliz con Nicolás... Si tendrían hijos juntos... Si alguna vez ella pensaría en mí... Si recordaría lo sucedido aquel día, así como yo lo recordaba al levantarme cada mañana, y antes de quedarme dormido cada noche.
Hasta que un día, veinte años más tarde, lo inesperado sucedió: tocaron la puerta de mi casa y mi sobrino abrió. Allí la figura de una mujer se hizo presente y yo pude ver cómo su rostro hizo un gesto al ver quién abría la puerta, creyendo que era mi hijo. Mi sobrino había oído nuestra historia miles de veces, por lo que no tardó en reconocerla y pronto le dijo "soy el hijo de su hermana, vengo aquí para hacerle compañía durante las tardes". Entonces abrió la puerta por completo, invitándola a pasar; y pude ver que la acompañaba una joven.
"Ven cariño, te presentaré a un antiguo profesor y buen amigo mío", dijo Julieta. Esa frase me daba a entender que no podía pronunciar palabra sobre lo que en verdad había sucedido. Yo, que ya tenía entonces sesenta años, y usaba una camisa gastada, pantalones holgados y tenía el pelo bien corto y canoso, presenté a mi sobrino y le conté que jamás me había casado. Ella usaba un vestido largo y sencillo y me contó que aquella, de veinte años, era su única hija. La joven lucía exactamente como Julieta cuando yo la conocí: tenía los ojos soñadores, la actitud impaciente... y usaba zapatillas gastadas y jeans desteñidos.
viernes, 30 de julio de 2010
La Balsa De Oro: FINAL
con la bruma que generaba la tormenta, lo único que se distinguía con claridad era la luz del faro.
-Necesitaré que remes... sólo no puedo- dijo el hombre mirando a Manuel. En ese momento Graciela reconoció a Hernán.
Entre los dos remaban al doble de velocidad y Graciela creyó que jamás volvería a tierra firme. Las olas los envolvían constantemente y la tormenta parecía cada vez más fuerte. En el medio de las olas, distante hacia una diagonal, Graciela creyó ver lo que tanto buscaban, y un fuerte escalofrío le recorrió el cuerpo.
-¡Hacia la derecha, muchachos!- dijo Graciela dudando de lo que acababa de ver.
Los dos hermanos comenzaron a remar alimentando excesivamente sus esfuerzos y en un momento se vieron envueltos en olas gigantescas.
-¡Allí está! ¡La veo, la veo!- gritaba Manuel con una sonrisa en el rostro.
Hernán comenzó a remar rápidamente, para así acercarse lo suficiente gritó: ¡Salten!
Manuel fue el primero en poner un pie en aquella leyenda flotante y luego hizo una seña, indicándole a Graciela que saltara con él. Ambos se encontraban ya en la balsa cuando llegó el turno de Hernán y, entre las olas cada vez más revueltas, las balsas comenzaron a separarse. La tormenta era cada vez más intensa y mientras Manuel se estiró para sujetar a Hernán, tanto la balsa como el pequeño bote se dieron vuelta arrojando a los tres al agua, sin darle chance a ninguno de aferrarse a algo. Los tres se hundieron rápidamente y quedaron dramáticamente separados por las olas.
Lo próximo que reconocieron fue la terraza del bar, porque poco después de que cayeron al agua, los tres perdieron el conocimiento mientras intentaban, inútilmente, nada hasta la orilla...
-¿Qué pasó?- Fue lo primero que preguntó Hernán al despertar en el piso
-¿Dónde estoy?- dijo a su vez Graciela sin poder reconocer el lugar.
Manuel aún yacía inconsciente en el piso.
-Luego de que su hermano lo vino a buscar todos los que estábamos en el bar salimos a la terraza a ver qué pasaba- dijo un hombre de la multitud.
-¿Vieron todo lo que pasó?- Intervino Graciela
-Sí, vimos que habían caído al agua y fuimos a buscarlos.
-¿Quién nos sacó del agua?- preguntó Hernán
-No hizo falta; las olas los arrojaron a las rocas.
-¡¡LA BALSA!!- gritó Manuel, incorporándose del piso y asomándose por la terraza para ver el mar.
-No querrán saber lo que le pasó a la balsa...
-¿Lo mismo que hace 200 años?
-Exactamente lo mismo... desapareció luego de la tormenta.
-Necesitaré que remes... sólo no puedo- dijo el hombre mirando a Manuel. En ese momento Graciela reconoció a Hernán.
Entre los dos remaban al doble de velocidad y Graciela creyó que jamás volvería a tierra firme. Las olas los envolvían constantemente y la tormenta parecía cada vez más fuerte. En el medio de las olas, distante hacia una diagonal, Graciela creyó ver lo que tanto buscaban, y un fuerte escalofrío le recorrió el cuerpo.
-¡Hacia la derecha, muchachos!- dijo Graciela dudando de lo que acababa de ver.
Los dos hermanos comenzaron a remar alimentando excesivamente sus esfuerzos y en un momento se vieron envueltos en olas gigantescas.
-¡Allí está! ¡La veo, la veo!- gritaba Manuel con una sonrisa en el rostro.
Hernán comenzó a remar rápidamente, para así acercarse lo suficiente gritó: ¡Salten!
Manuel fue el primero en poner un pie en aquella leyenda flotante y luego hizo una seña, indicándole a Graciela que saltara con él. Ambos se encontraban ya en la balsa cuando llegó el turno de Hernán y, entre las olas cada vez más revueltas, las balsas comenzaron a separarse. La tormenta era cada vez más intensa y mientras Manuel se estiró para sujetar a Hernán, tanto la balsa como el pequeño bote se dieron vuelta arrojando a los tres al agua, sin darle chance a ninguno de aferrarse a algo. Los tres se hundieron rápidamente y quedaron dramáticamente separados por las olas.
Lo próximo que reconocieron fue la terraza del bar, porque poco después de que cayeron al agua, los tres perdieron el conocimiento mientras intentaban, inútilmente, nada hasta la orilla...
-¿Qué pasó?- Fue lo primero que preguntó Hernán al despertar en el piso
-¿Dónde estoy?- dijo a su vez Graciela sin poder reconocer el lugar.
Manuel aún yacía inconsciente en el piso.
-Luego de que su hermano lo vino a buscar todos los que estábamos en el bar salimos a la terraza a ver qué pasaba- dijo un hombre de la multitud.
-¿Vieron todo lo que pasó?- Intervino Graciela
-Sí, vimos que habían caído al agua y fuimos a buscarlos.
-¿Quién nos sacó del agua?- preguntó Hernán
-No hizo falta; las olas los arrojaron a las rocas.
-¡¡LA BALSA!!- gritó Manuel, incorporándose del piso y asomándose por la terraza para ver el mar.
-No querrán saber lo que le pasó a la balsa...
-¿Lo mismo que hace 200 años?
-Exactamente lo mismo... desapareció luego de la tormenta.
viernes, 16 de julio de 2010
La Balsa De Oro: Parte IX
¿Y qué se supone que haga?
-Sólo mira el horizonte
Dos horas más tarde, la tormenta era una gloriosa explosión de colores y de un momento a otro Graciela creyó ver un reflejo en el horizonte.
-¡¿Lo viste?!- Exclamó Manuel
-¿Seguro que no fue un rayo?
-¡No, es la balsa!- gritó al tiempo que se ponía de pie y corría por el pasillo oscuro. Graciela no tuvo más opción que seguirlo y en menos de dos minutos estuvieron en la arena, bajo la lluvia.
-¿A dónde vamos?- gritó Graciela
-¡Espera y verás!- Respondió Manuel, mientras daba la vuelta al faro corriendo.
Del otro lado Graciela descubrió que había, en un pequeñísimo muelle, un botecito con un hombre esperándolos.
-¿Qué piensas hacer?
-¡Vamos tras la balsa de oro! ¿Vienes conmigo, no?
Graciela no respondió nada, Manuel sólo la ayudó a meterse al bote, sin perder un minuto más.
-¡Ya lo he hecho antes!... ¡Pero esta vez la atraparé!- dijo más que entusiasmado, Manuel.
Un hombre los estaba esperando en el bote. Comenzó a remar y en menos de cinco minutos estaban en el medio del mar y,
-Sólo mira el horizonte
Dos horas más tarde, la tormenta era una gloriosa explosión de colores y de un momento a otro Graciela creyó ver un reflejo en el horizonte.
-¡¿Lo viste?!- Exclamó Manuel
-¿Seguro que no fue un rayo?
-¡No, es la balsa!- gritó al tiempo que se ponía de pie y corría por el pasillo oscuro. Graciela no tuvo más opción que seguirlo y en menos de dos minutos estuvieron en la arena, bajo la lluvia.
-¿A dónde vamos?- gritó Graciela
-¡Espera y verás!- Respondió Manuel, mientras daba la vuelta al faro corriendo.
Del otro lado Graciela descubrió que había, en un pequeñísimo muelle, un botecito con un hombre esperándolos.
-¿Qué piensas hacer?
-¡Vamos tras la balsa de oro! ¿Vienes conmigo, no?
Graciela no respondió nada, Manuel sólo la ayudó a meterse al bote, sin perder un minuto más.
-¡Ya lo he hecho antes!... ¡Pero esta vez la atraparé!- dijo más que entusiasmado, Manuel.
Un hombre los estaba esperando en el bote. Comenzó a remar y en menos de cinco minutos estaban en el medio del mar y,
lunes, 12 de julio de 2010
La Balsa De Oro: Parte VIII
-¿Por qué sonríes?- preguntó Manuel
-Nada, nada… sólo que…
-¿No crees en aquella historia, o sí?
-No es eso, es que… cuando estabas callado mirando el mar parecías tan tranquilo y callado todo el tiempo…
-¿Y ahora?
-Ahora luces como un niño
-¿Un niño?
-Sí, en el buen sentido… Es decir, cada vez que hablas de la historia abres los ojos y aparece una enorme sonrisa en tu rostro.
-¿De verdad?, nadie me lo había dicho antes.
-Quizás nadie había puesto atención
-¿En mí o en el relato?
-En ninguno de los dos.
En ese momento Manuel detuvo el auto y señaló, entre el millón de estrellas lejanas que se veían en aquel cielo tormentoso, una luz que brillaba nítidamente. No tuvo que usar palabras para que ella se diera cuenta de qué ese era su destino y algo le hizo creer que estaba extremadamente lejos de donde se encontraban.
Dejaron el auto en el fin de una calle y bajaron a la playa. Graciela comenzó a caminar lento, creyendo que l faro estaba a kilómetros de distancia y que de ese modo se cansaría menos, pero Manuel la sorprendió diciendo:
-Sólo está a unos 200 m... Sólo hay que subir una pequeña colina.
Graciela se sintió engañada por sus propios ojos de modo que aceleró notablemente el paso.
Era exactamente media noche cuando llegaron al faro y unos cinco minutos más tarde comenzó la anunciada tormenta. Manuel intercambió algunos saludos con los muchachos del lugar y luego nos condujeron por un largo pasillo. Se sentían los truenos retumbar en todo el lugar y al llegar al inmenso cuarto, con paredes de vidrio en todas las direcciones (excepto en donde se encontraba la puerta que daba al pasillo). Desde aquel cuarto, donde uno olvidaba la existencia de los vidrios, en lo alto de una alejada torre, parecía que el mundo esta a punto de abrirse en dos.
Los rayos caían en la costa y sobre el mar con una ira que ella jamás había visto antes.
-No te distraigas con los rayos, no es eso lo que vinimos a buscar.- Dijo Manuel
-Nada, nada… sólo que…
-¿No crees en aquella historia, o sí?
-No es eso, es que… cuando estabas callado mirando el mar parecías tan tranquilo y callado todo el tiempo…
-¿Y ahora?
-Ahora luces como un niño
-¿Un niño?
-Sí, en el buen sentido… Es decir, cada vez que hablas de la historia abres los ojos y aparece una enorme sonrisa en tu rostro.
-¿De verdad?, nadie me lo había dicho antes.
-Quizás nadie había puesto atención
-¿En mí o en el relato?
-En ninguno de los dos.
En ese momento Manuel detuvo el auto y señaló, entre el millón de estrellas lejanas que se veían en aquel cielo tormentoso, una luz que brillaba nítidamente. No tuvo que usar palabras para que ella se diera cuenta de qué ese era su destino y algo le hizo creer que estaba extremadamente lejos de donde se encontraban.
Dejaron el auto en el fin de una calle y bajaron a la playa. Graciela comenzó a caminar lento, creyendo que l faro estaba a kilómetros de distancia y que de ese modo se cansaría menos, pero Manuel la sorprendió diciendo:
-Sólo está a unos 200 m... Sólo hay que subir una pequeña colina.
Graciela se sintió engañada por sus propios ojos de modo que aceleró notablemente el paso.
Era exactamente media noche cuando llegaron al faro y unos cinco minutos más tarde comenzó la anunciada tormenta. Manuel intercambió algunos saludos con los muchachos del lugar y luego nos condujeron por un largo pasillo. Se sentían los truenos retumbar en todo el lugar y al llegar al inmenso cuarto, con paredes de vidrio en todas las direcciones (excepto en donde se encontraba la puerta que daba al pasillo). Desde aquel cuarto, donde uno olvidaba la existencia de los vidrios, en lo alto de una alejada torre, parecía que el mundo esta a punto de abrirse en dos.
Los rayos caían en la costa y sobre el mar con una ira que ella jamás había visto antes.
-No te distraigas con los rayos, no es eso lo que vinimos a buscar.- Dijo Manuel
miércoles, 7 de julio de 2010
La Balsa De Oro -- Parte VII
Poco más tarde regresaron a la terraza del café y siguieron observando el reflejo dorado entre las olas desde lejos.
Graciela no creía que aquella leyenda fuera cierta, no tenía ningún sentido que un barquito de oro siguiera en aquellas aguas desde hacía doscientos años, pero estaba empezando a sentir simpatía por Manuel
-Va a sonarte raro, pero ¿no te gustaría ir a observarlo desde el faro?
-¿El faro? ¿Hay un faro aquí?
-no está exactamente aquí… está como a media hora en auto
-¿Y, cómo llegaremos hasta allí? Además es medianoche… mejor regreso mañana temprano y vamos allá… -dijo Graciela pensando en qué pasaría si en su casa descubrieran que ella no estaba.
-¡Vamos! ¿Te asusta un poco de aventura?
-Pensé que querías hacerlo por diversión, no por aventura
-La aventura me divierte, ¿a ti no? ¿Además, qué puede salir mal?
-Tienes razón… pero ¿Cómo entraremos en el faro a esta hora?
-No hay problema… He ido un montón de veces durante la noche, nunca logré ver nada, pero tienen telescopios y otros artefactos muy potentes y precisos…
-¿Los telescopios no son para mirar las estrellas, no las olas?- dijo Graciela riéndose
-Tú sigues burlándote de todo… ya verás que no son puras habladurías…
Así que Graciela aceptó ir con Manuel al faro a poner a prueba el mito más antiguo de aquel pueblo.
-Sólo espérame un momento en el bar, yo iré a buscar mi auto- dijo Manuel con el entusiasmo de un niño de cinco años.
Graciela esperó mientras le contaba todo a Hernán, decía que no creía ni una sola palabra de aquella antigua leyenda de pueblo, pero sabía bien que su hermano no pensaba lo mismo, y que desde que era un niño había sentido una curiosidad especial por aquella historia.
De un momento a otro Manuel apareció con su auto. Graciela no estaba muy segura de aquel paseo hasta el faro, y no tenía el menor interés en aquella fábula, pero el entusiasmo de Manuel parecía crecer más a cada minuto “probablemente sólo está tratando de tener una cita” se dijo Graciela a sí misma.
Graciela no creía que aquella leyenda fuera cierta, no tenía ningún sentido que un barquito de oro siguiera en aquellas aguas desde hacía doscientos años, pero estaba empezando a sentir simpatía por Manuel
-Va a sonarte raro, pero ¿no te gustaría ir a observarlo desde el faro?
-¿El faro? ¿Hay un faro aquí?
-no está exactamente aquí… está como a media hora en auto
-¿Y, cómo llegaremos hasta allí? Además es medianoche… mejor regreso mañana temprano y vamos allá… -dijo Graciela pensando en qué pasaría si en su casa descubrieran que ella no estaba.
-¡Vamos! ¿Te asusta un poco de aventura?
-Pensé que querías hacerlo por diversión, no por aventura
-La aventura me divierte, ¿a ti no? ¿Además, qué puede salir mal?
-Tienes razón… pero ¿Cómo entraremos en el faro a esta hora?
-No hay problema… He ido un montón de veces durante la noche, nunca logré ver nada, pero tienen telescopios y otros artefactos muy potentes y precisos…
-¿Los telescopios no son para mirar las estrellas, no las olas?- dijo Graciela riéndose
-Tú sigues burlándote de todo… ya verás que no son puras habladurías…
Así que Graciela aceptó ir con Manuel al faro a poner a prueba el mito más antiguo de aquel pueblo.
-Sólo espérame un momento en el bar, yo iré a buscar mi auto- dijo Manuel con el entusiasmo de un niño de cinco años.
Graciela esperó mientras le contaba todo a Hernán, decía que no creía ni una sola palabra de aquella antigua leyenda de pueblo, pero sabía bien que su hermano no pensaba lo mismo, y que desde que era un niño había sentido una curiosidad especial por aquella historia.
De un momento a otro Manuel apareció con su auto. Graciela no estaba muy segura de aquel paseo hasta el faro, y no tenía el menor interés en aquella fábula, pero el entusiasmo de Manuel parecía crecer más a cada minuto “probablemente sólo está tratando de tener una cita” se dijo Graciela a sí misma.
miércoles, 23 de junio de 2010
La Balsa De Oro - Parte VI
-¡Un naufragio!- gritó Manuel mientras corría hacia una escalera que conducía hacia la playa
-¡Espérame!- gritaba Graciela -¡Yo también quiero saber!
Manuel corrió escalera abajo y, unos pocos pasos más arriba iba, siguiéndolo, Graciela. Finalmente llegaron a la orilla del mar, donde estaban dos hombres, sacando del agua oscura a otros tres.
-¿Qué pasó?- gritó fuerte Manuel en el momento exacto en el que Graciela lo alcanzó.
-La tormenta hizo estrellar nuestro pequeño botecito contra las rocas de allá- dijo, con voz grave el hombre, señalando unas rocas que se veían hacia el sur.
-Peri si la tormenta aún no comienza- dijo Graciela
-Seguramente ya llovía en donde estaban ellos- dijo, explicándole en voz baja Manuel.
-Y, ¿qué hacían en un bote durante la tormenta?- agregó Manuel
-Seguíamos eso... Como todos los demás- dijo el hombre, mientras señalaba el reflejo dorado, que ahora se veía más brillante que nunca.
-¿Es el mismo que vimos nosotros allá arriba, no?- dijo Graciela mirando a Manuel.
-Supongo que sí…
-Pero ¿Por qué seguían un simple reflejo del mar?- dijo Graciela mirando al hombre, que aparentaba ser un pescador
-¿No conocen la leyenda?
-Sí- No…- contestaron Manuel y Graciela al mismo tiempo
-¿No conoces la historia?- agregó instantáneamente Manuel
-¿La historia del destello brillante en las olas?- dijo Graciela burlándose
-No, la de la “Balsa de Oro”- dijo, algo ofendido, el pescador
-Jamás la había oído antes- dijo Graciela
-¿Porteña, no?- dijo con desdén
-Sí
-¿Conoce al virrey Cisneros, verdad?
-El de la Revolución de Mayo…
-Sí, ¿Cuántos otros hubo?... Bueno, se dice que toda la gente española que estaba alrededor suyo comenzó a llevarse parte de todas las riquezas que tenía, cuando vieron que las cosas se “ponían feas”
-¿Y él sabía de eso? ¿O se las robaban?
-Supuestamente le habían dicho que era por su seguridad… pero nadie jamás volvió a saber de ellas
-¿Ni siquiera los que las habían robado?
-No, porque en realidad más que ladrones eran como Robin Hood
-¿Por qué?
-En realidad todos esos creían que hubieran sido mejores en el puesto de Cisneros y él no hacía otra cosa más que mostrarles a todos que era él quien tenía el poder.
Así que cuando todos se cansaron se pusieron de acuerdo y comenzaron a robarle las cosas y lanzarlas al mar en balsas de oro… con la esperanza de que otras personas las halaran. Se supone que en total eran siete balsas… los uruguayos dicen haber hallado dos… incluso dicen que se halló una en Ushuaia, pero yo dudo que haya llegado hasta allí.
-¿Y creen que eso de allí es una de esas balsas?
-Hay un mito en este pueblo (como en muchos otros), Señorita: Supuestamente las balsas se arrojaron a comienzos de 1810 y la gente asegura que un hermano de Cisneros vino hasta aquí en 1811 y se embarcó con unos pescadores… se dice que hallaron la balsa, luego de varios días, pero que en el camino un temporal hizo que se perdieran y se estrellaran en aquellas rocas de allá
-¿En las mismas que se estrellaron ustedes?
-Exacto. Mi bisabuelo aseguraba que el suyo había sido uno de los que estaba con los pescadores aquel día…
-¿Y qué pasó con la balsa?
-El temporal era tan intenso que por más que la gente trató de recuperarla, todos los esfuerzos fueron en vano y a la mañana siguiente la balsa ya había desaparecido
-¿Se la robaron?
-¡NUESTRA GENTE NO ROBA! ¡SE LA TRAGÓ EL MAR!
-Así que, resumiendo, ¿Creen que es una balsa, hecha de oro, que lanzaron al mar en 1810 y que encontramos aquí un año más tarde, pero que volvió a tragársela el mar y que doscientos años más tarde regresa al mismo lugar?- dijo Graciela burlándose, nuevamente.
-No, creemos que nunca se fue de esta agua y no se burle, Señorita, yo no me río de sus leyendas…
-¡Espérame!- gritaba Graciela -¡Yo también quiero saber!
Manuel corrió escalera abajo y, unos pocos pasos más arriba iba, siguiéndolo, Graciela. Finalmente llegaron a la orilla del mar, donde estaban dos hombres, sacando del agua oscura a otros tres.
-¿Qué pasó?- gritó fuerte Manuel en el momento exacto en el que Graciela lo alcanzó.
-La tormenta hizo estrellar nuestro pequeño botecito contra las rocas de allá- dijo, con voz grave el hombre, señalando unas rocas que se veían hacia el sur.
-Peri si la tormenta aún no comienza- dijo Graciela
-Seguramente ya llovía en donde estaban ellos- dijo, explicándole en voz baja Manuel.
-Y, ¿qué hacían en un bote durante la tormenta?- agregó Manuel
-Seguíamos eso... Como todos los demás- dijo el hombre, mientras señalaba el reflejo dorado, que ahora se veía más brillante que nunca.
-¿Es el mismo que vimos nosotros allá arriba, no?- dijo Graciela mirando a Manuel.
-Supongo que sí…
-Pero ¿Por qué seguían un simple reflejo del mar?- dijo Graciela mirando al hombre, que aparentaba ser un pescador
-¿No conocen la leyenda?
-Sí- No…- contestaron Manuel y Graciela al mismo tiempo
-¿No conoces la historia?- agregó instantáneamente Manuel
-¿La historia del destello brillante en las olas?- dijo Graciela burlándose
-No, la de la “Balsa de Oro”- dijo, algo ofendido, el pescador
-Jamás la había oído antes- dijo Graciela
-¿Porteña, no?- dijo con desdén
-Sí
-¿Conoce al virrey Cisneros, verdad?
-El de la Revolución de Mayo…
-Sí, ¿Cuántos otros hubo?... Bueno, se dice que toda la gente española que estaba alrededor suyo comenzó a llevarse parte de todas las riquezas que tenía, cuando vieron que las cosas se “ponían feas”
-¿Y él sabía de eso? ¿O se las robaban?
-Supuestamente le habían dicho que era por su seguridad… pero nadie jamás volvió a saber de ellas
-¿Ni siquiera los que las habían robado?
-No, porque en realidad más que ladrones eran como Robin Hood
-¿Por qué?
-En realidad todos esos creían que hubieran sido mejores en el puesto de Cisneros y él no hacía otra cosa más que mostrarles a todos que era él quien tenía el poder.
Así que cuando todos se cansaron se pusieron de acuerdo y comenzaron a robarle las cosas y lanzarlas al mar en balsas de oro… con la esperanza de que otras personas las halaran. Se supone que en total eran siete balsas… los uruguayos dicen haber hallado dos… incluso dicen que se halló una en Ushuaia, pero yo dudo que haya llegado hasta allí.
-¿Y creen que eso de allí es una de esas balsas?
-Hay un mito en este pueblo (como en muchos otros), Señorita: Supuestamente las balsas se arrojaron a comienzos de 1810 y la gente asegura que un hermano de Cisneros vino hasta aquí en 1811 y se embarcó con unos pescadores… se dice que hallaron la balsa, luego de varios días, pero que en el camino un temporal hizo que se perdieran y se estrellaran en aquellas rocas de allá
-¿En las mismas que se estrellaron ustedes?
-Exacto. Mi bisabuelo aseguraba que el suyo había sido uno de los que estaba con los pescadores aquel día…
-¿Y qué pasó con la balsa?
-El temporal era tan intenso que por más que la gente trató de recuperarla, todos los esfuerzos fueron en vano y a la mañana siguiente la balsa ya había desaparecido
-¿Se la robaron?
-¡NUESTRA GENTE NO ROBA! ¡SE LA TRAGÓ EL MAR!
-Así que, resumiendo, ¿Creen que es una balsa, hecha de oro, que lanzaron al mar en 1810 y que encontramos aquí un año más tarde, pero que volvió a tragársela el mar y que doscientos años más tarde regresa al mismo lugar?- dijo Graciela burlándose, nuevamente.
-No, creemos que nunca se fue de esta agua y no se burle, Señorita, yo no me río de sus leyendas…
martes, 22 de junio de 2010
La Balsa De Oro: Parte V
Recordando todo eso, se sintió bendecida por no haberlas vuelto a cruzar. Así que tomó un taxi y llegó al mismo lugar de siempre. Como era un poco más temprano que otros años, estaba lleno de gente. Se sentó en el mismo lugar de siempre que, por suerte, nadie había ocupado aún.
-Me alegra verla por aquí, yo creí que este año ya no vendría- dijo Hernán, acercándose con la carta.
-¿Por qué?, si he venido aquí cada año
-Sí, pero suele venir una o dos semanas antes
-Tiene razón, no creí que se acordara tanto de mí
-¿Cómo no hacerlo? Creo que desde el ’95 la he visto cada año
-Desde el ’94, en realidad… -dijo ella con una risita.
Pidió lo de siempre y, después de habérselo acabado todo, se acercó al borde de la terraza, para mirar las pocas estrellas que había esa noche, reflejadas sobre el mar. De un momento a otro un olor intenso invadió sus pulmones y la hizo volver a la realidad, al verse obligada a toser. Cerró lo ojos por un momento y cuando los volvió a abrir se encontró a Manuel, uno de los dueños del local, que fumaba a su lado.
-¿Te molesta?, si quieres lo apago…
-No, está bien- dijo Graciela mientras seguía tosiendo
-Entonces lo apago- Y, sin decir más, lo pisó.
-No me molestaba- dijo ella mientras se ruborizaba.
-No hay problema. Sólo disfruta el paisaje.
Se hizo una pausa y, por un momento, sólo se escucharon las olas y un relámpago se vio en el horizonte.
-Vienes siempre aquí, ¿no?- dijo Manuel
-Sólo una vez al año
Entonces Manuel rompió en una carcajada
-Sí, pero vienes cada año… - Un trueno lejano lo interrumpió.
-¿Qué es eso?- agregó, señalando el mar
-Debe haber sido otro relámpago- dijo Graciela sin estar muy segura de lo que acaba de ver
-Pero… lo viste ¿no?
-Sí, fue como un destello en el horizonte
-Ya lo he visto otras veces… pero hace dos semanas que lo veo más seguido
-¿Qué es “más seguido”?
-Día por medio… cada dos o tres días…
-Será algún barco…
-No, en noches tormentosas no salen barcos de este puerto
-¿Y uno que… llegue… a este puerto?
-Ningún barco de los que llegan a este puerto brilla tanto.
-Bueno, entonces no tengo ninguno otra idea de qué pueda ser…
-Y ¿eso de allí?- dijo Manuel, ahora señalando la orilla
-Parece… gente… y un bote…
-Me alegra verla por aquí, yo creí que este año ya no vendría- dijo Hernán, acercándose con la carta.
-¿Por qué?, si he venido aquí cada año
-Sí, pero suele venir una o dos semanas antes
-Tiene razón, no creí que se acordara tanto de mí
-¿Cómo no hacerlo? Creo que desde el ’95 la he visto cada año
-Desde el ’94, en realidad… -dijo ella con una risita.
Pidió lo de siempre y, después de habérselo acabado todo, se acercó al borde de la terraza, para mirar las pocas estrellas que había esa noche, reflejadas sobre el mar. De un momento a otro un olor intenso invadió sus pulmones y la hizo volver a la realidad, al verse obligada a toser. Cerró lo ojos por un momento y cuando los volvió a abrir se encontró a Manuel, uno de los dueños del local, que fumaba a su lado.
-¿Te molesta?, si quieres lo apago…
-No, está bien- dijo Graciela mientras seguía tosiendo
-Entonces lo apago- Y, sin decir más, lo pisó.
-No me molestaba- dijo ella mientras se ruborizaba.
-No hay problema. Sólo disfruta el paisaje.
Se hizo una pausa y, por un momento, sólo se escucharon las olas y un relámpago se vio en el horizonte.
-Vienes siempre aquí, ¿no?- dijo Manuel
-Sólo una vez al año
Entonces Manuel rompió en una carcajada
-Sí, pero vienes cada año… - Un trueno lejano lo interrumpió.
-¿Qué es eso?- agregó, señalando el mar
-Debe haber sido otro relámpago- dijo Graciela sin estar muy segura de lo que acaba de ver
-Pero… lo viste ¿no?
-Sí, fue como un destello en el horizonte
-Ya lo he visto otras veces… pero hace dos semanas que lo veo más seguido
-¿Qué es “más seguido”?
-Día por medio… cada dos o tres días…
-Será algún barco…
-No, en noches tormentosas no salen barcos de este puerto
-¿Y uno que… llegue… a este puerto?
-Ningún barco de los que llegan a este puerto brilla tanto.
-Bueno, entonces no tengo ninguno otra idea de qué pueda ser…
-Y ¿eso de allí?- dijo Manuel, ahora señalando la orilla
-Parece… gente… y un bote…
lunes, 21 de junio de 2010
La Balsa De Oro: Parte IV
El día llegó y Graciela trató de preparar sus nervios para sobrevivir todo un fin de semana largo con todos los miembros más locos de su familia, y al llegar descubrió -para su desgracia- que su madre tenía razón y absolutamente todos habían ido: los primos: Susana, su marido, los tres chicos; Mariana y “El Tano”; Federico y su mujer -con la panzota-; Fernando y su novia. Los tíos: Marta y Pepe, y Francisco y Ángela. Las tías de la mamá de Graciela: Lola y Rosa, y los tíos del papá: Roberto y Josefina, y el pobre solterón, Domingo, uno de los pocos personajes que parecía estar siempre de buen humor en ese lugar.
Así que, como siempre, Graciela fue a su cuarto, guardó silencio durante un par de horas -que pasó leyendo un antiguo libro que había descubierto bajo la cama- y luego, cuando ya todos estaban aparentemente dormidos, salió de su cuarto sigilosamente, con la esperanza de alcanzar las escaleras sin ser vista. El corredor estaba a media luz, de modo que si alguien salía de su cuarto la vería sin dudarlo. Lentamente fue acercándose al pasamanos y dio pasos suaves pero seguros, escaleras abajo. Finalmente llegó al último escalón, ahora ya nadie podía verla. El living y el comedor estaban completamente oscuros, sólo había una pequeña lucecita que venía desde la cocina. Podía ser cualquier cosa: una luz que dejaron prendida toda la noche, alguien que seguía lavando los platos, ladrones… y la lista seguía. No se preocupó demasiado, ya estaba feliz con haber llegado a la planta baja sin ser descubierta. Ya le había pasado antes: hacía un par de años atrás se había encontrado a la tía Lola y la tía Rosa que iban a dar un paseo nocturno al Bingo...
-¿Qué hacen despiertas a esta hora?- Había sido lo único que se le había ocurrido a Graciela en ese momento.
-¡Pero si aún no es media noche! Dijo Lola con tono de sorpresa
-Sí, pero todos siempre se van a dormir temprano aquí
-¡Mentira, cariño! Todos se van a sus cuartos temprano- dijo Rosa
-Claro… todos encuentran algo que hacer puertas adentro
-Tu padre mira los canales de compras por televisión, por ejemplo
-Bueno, bueno… yo sólo iba a tomar un café
-¿Con tu amante?- preguntó Lola
-Sabes que a nosotras puedes contarnos todo- agregó Rosa
-Ni siquiera tengo marido ¿cómo se supone que tenga un amante?- dijo Graciela riéndose.
-Entonces… ¿tienes un novio secreto?
-No, lo siento, no tengo nada emocionante que decirles… si quieren les invento algo
-No, querida, así está bien… - dijo Rosa
-Bueno, quizás conozcas a alguien esta noche- agregó Lola
-Lo dudo, he ido a ese lugar muchísimas de veces y siempre estoy yo sola
-Búscate otro lugar entonces, cariño- dijo Lola antes de irse
-Adiós niña, se nos hace tarde- agregó Rosa.
Así que, como siempre, Graciela fue a su cuarto, guardó silencio durante un par de horas -que pasó leyendo un antiguo libro que había descubierto bajo la cama- y luego, cuando ya todos estaban aparentemente dormidos, salió de su cuarto sigilosamente, con la esperanza de alcanzar las escaleras sin ser vista. El corredor estaba a media luz, de modo que si alguien salía de su cuarto la vería sin dudarlo. Lentamente fue acercándose al pasamanos y dio pasos suaves pero seguros, escaleras abajo. Finalmente llegó al último escalón, ahora ya nadie podía verla. El living y el comedor estaban completamente oscuros, sólo había una pequeña lucecita que venía desde la cocina. Podía ser cualquier cosa: una luz que dejaron prendida toda la noche, alguien que seguía lavando los platos, ladrones… y la lista seguía. No se preocupó demasiado, ya estaba feliz con haber llegado a la planta baja sin ser descubierta. Ya le había pasado antes: hacía un par de años atrás se había encontrado a la tía Lola y la tía Rosa que iban a dar un paseo nocturno al Bingo...
-¿Qué hacen despiertas a esta hora?- Había sido lo único que se le había ocurrido a Graciela en ese momento.
-¡Pero si aún no es media noche! Dijo Lola con tono de sorpresa
-Sí, pero todos siempre se van a dormir temprano aquí
-¡Mentira, cariño! Todos se van a sus cuartos temprano- dijo Rosa
-Claro… todos encuentran algo que hacer puertas adentro
-Tu padre mira los canales de compras por televisión, por ejemplo
-Bueno, bueno… yo sólo iba a tomar un café
-¿Con tu amante?- preguntó Lola
-Sabes que a nosotras puedes contarnos todo- agregó Rosa
-Ni siquiera tengo marido ¿cómo se supone que tenga un amante?- dijo Graciela riéndose.
-Entonces… ¿tienes un novio secreto?
-No, lo siento, no tengo nada emocionante que decirles… si quieren les invento algo
-No, querida, así está bien… - dijo Rosa
-Bueno, quizás conozcas a alguien esta noche- agregó Lola
-Lo dudo, he ido a ese lugar muchísimas de veces y siempre estoy yo sola
-Búscate otro lugar entonces, cariño- dijo Lola antes de irse
-Adiós niña, se nos hace tarde- agregó Rosa.
domingo, 20 de junio de 2010
La Balsa De Oro: Parte III
Para mantener su salud mental, Graciela había encontrado un efectivo método: desde el otoño del '94, en el que toda la familia había estado ocupada siguiendo los pasos de su prima y su noviecito, ella se había tomado la costumbre de ir a un pequeño barcito, en el último rinconcito abandonado del pueblo, y tomarse un café irlandés doble con una porción de torta de manzana -con mucha canela- mientras miraba el mar. Solía ir de noche, escapándose de la familia, mientras todos dormían.
El lugar al que iba era una antigua casa de familia transformada y dividida en dos: de un lado estaba el barcito y del otro, había una panadería. Siempre se sentaba en la misma mesa, en un rincón de la terraza, donde la suave brisa de abril le quitaba todo el sueño. Ya estaba completamente acostumbrada a las pequeñas mesas cuadradas, con manteles verdes y marrones y sillas de madera que combinaban a la perfección, aunque poco podrían distinguirse los colores a la hora que iba ella. Sabía que aquel lugar, atendido por sus dueños, que ya la reconocían, estaba abierto todo el año y los cinco hermanos se relevaban en turnos para atenderlo.
El hermano mayor atendía, generalmente a la mañana, por lo que a penas lo había visto una o dos veces, ya que ella estaba acostumbrada a ir a la noche. El hermano más joven era el que atendía el mostrador durante la noche, junto a otro que tenía dos o tres años más y que se dedicaba a atender las mesas. Estos eran los dos que ella conocía más: el que atendía la caja se llamaba Manuel, tenía “30 y pico” y a la hora que solía ir Graciela, generalmente no tenía mucho trabajo, por lo que mataba el tiempo fumando en la terracita del bar mientras miraba el mar.
El otro hermano se llamaba Hernán y era el que iba y venía entre las pocas mesas con gente que había en ese horario. Mientras no tenía nada que se hacer se acercaba a su hermano al borde de la terraza y le alcanzaba una tacita de café y charlaba con él en voz baja. Los otros hermanos trabajaban en la cocina, o en la panadería, por lo que ella no conocía a ninguno.
Ese año Don Sicialianni -como le decían en el pueblito- había llamado a Graciela pidiéndole que fuera a la típica reunión una vez más. En ese momento, Graciela tenía la oportunidad de conseguir un trabajo importante, por lo que ya no tenía ningún interés en ir a aquella reunión, cuando podía encontrar una solución a sus problemas económicos. Pero justo cuando ella se había decidido a llamar a su padre y decirle que no iría, su madre se anticipó y la llamó, diciéndole que debía asistir a esa reunión: “Todos tus primos van a ir”, lo que prácticamente fue obligarla.
El lugar al que iba era una antigua casa de familia transformada y dividida en dos: de un lado estaba el barcito y del otro, había una panadería. Siempre se sentaba en la misma mesa, en un rincón de la terraza, donde la suave brisa de abril le quitaba todo el sueño. Ya estaba completamente acostumbrada a las pequeñas mesas cuadradas, con manteles verdes y marrones y sillas de madera que combinaban a la perfección, aunque poco podrían distinguirse los colores a la hora que iba ella. Sabía que aquel lugar, atendido por sus dueños, que ya la reconocían, estaba abierto todo el año y los cinco hermanos se relevaban en turnos para atenderlo.
El hermano mayor atendía, generalmente a la mañana, por lo que a penas lo había visto una o dos veces, ya que ella estaba acostumbrada a ir a la noche. El hermano más joven era el que atendía el mostrador durante la noche, junto a otro que tenía dos o tres años más y que se dedicaba a atender las mesas. Estos eran los dos que ella conocía más: el que atendía la caja se llamaba Manuel, tenía “30 y pico” y a la hora que solía ir Graciela, generalmente no tenía mucho trabajo, por lo que mataba el tiempo fumando en la terracita del bar mientras miraba el mar.
El otro hermano se llamaba Hernán y era el que iba y venía entre las pocas mesas con gente que había en ese horario. Mientras no tenía nada que se hacer se acercaba a su hermano al borde de la terraza y le alcanzaba una tacita de café y charlaba con él en voz baja. Los otros hermanos trabajaban en la cocina, o en la panadería, por lo que ella no conocía a ninguno.
Ese año Don Sicialianni -como le decían en el pueblito- había llamado a Graciela pidiéndole que fuera a la típica reunión una vez más. En ese momento, Graciela tenía la oportunidad de conseguir un trabajo importante, por lo que ya no tenía ningún interés en ir a aquella reunión, cuando podía encontrar una solución a sus problemas económicos. Pero justo cuando ella se había decidido a llamar a su padre y decirle que no iría, su madre se anticipó y la llamó, diciéndole que debía asistir a esa reunión: “Todos tus primos van a ir”, lo que prácticamente fue obligarla.
sábado, 19 de junio de 2010
La Balsa De Oro: Parte II
Por otro lado estaban sus primos: Federico y Fernando, con quienes disfrutaba más conversando que con cualquier otro miembro de la familia. Federico era el hermano menor de Susana -tenía treinta y seis- y siempre había sido el niño perfecto de la familia pero, en contraste con su hermana y su otra prima, él jamás exageraba sus logros ni agrandaba las cosas para hacer sentir mal a los demás, y menos a Graciela que, según él, era su prima favorita. El niño perfecto era doctor y había conseguido la dirección de un hospital a la temprana edad de treinta y cuatro. A los treinta y dos se había casado con una chica que conocía desde sus días de secundaria y ahora estaba en la cuenta regresiva para convertirse en padre por primera vez.
El otro primo era Fernando, hermano mayor de Mariana. Tenía treinta y seis (igual que Federico) pero siempre había sido la oveja negra - se decía que Mariana había seguido sus consejos cuando se escapó a Italia- Él jamás dejó a escuela pero, en un principio, tampoco la terminó: había desaprobado tantas materias, que jamás le dieron el título. A los diecinueve años sus padres lo obligaron a rendir las materias que debía y entrar en la Facultad de Derecho, pero él sólo fue tres meses y no asistió a más de diez clases. Entonces se decidió por seguir su vocación musical y formó una banda de Rock Alternativo con sus antiguos compañeros de secundaria. Si bien toda la familia lo consideraba una mancha, tanto Federico como Graciela, sus amigos y su novia - una chica muy bonita de la que había estado enamorado desde los cinco años- creían que era, probablemente, la mejor persona que habían conocido. Y él se esforzaba para mantener esa idea en la gente: siempre que uno necesitaba ayuda él sería el primero en aparecer dispuesto a hacer lo que fuera necesario. Pero bueno, si bien Fernando y Federico eran una gran compañía y a ella le encantaba encontrarlos de cuando en cuando y tener largas y tendidas conversaciones, Graciela ya se había cansado de aquellas reuniones y hacía años que sólo iba para complacer a su padre, que no hacía otra cosa más que preguntarle cuándo iba a casarse y darle nietos.
Para sumarle un atractivo más al fin de semana de los Sicilianni, iban las tías de sus padres, que no hacían otra cosa más que criticar a todos los presentes ...
El otro primo era Fernando, hermano mayor de Mariana. Tenía treinta y seis (igual que Federico) pero siempre había sido la oveja negra - se decía que Mariana había seguido sus consejos cuando se escapó a Italia- Él jamás dejó a escuela pero, en un principio, tampoco la terminó: había desaprobado tantas materias, que jamás le dieron el título. A los diecinueve años sus padres lo obligaron a rendir las materias que debía y entrar en la Facultad de Derecho, pero él sólo fue tres meses y no asistió a más de diez clases. Entonces se decidió por seguir su vocación musical y formó una banda de Rock Alternativo con sus antiguos compañeros de secundaria. Si bien toda la familia lo consideraba una mancha, tanto Federico como Graciela, sus amigos y su novia - una chica muy bonita de la que había estado enamorado desde los cinco años- creían que era, probablemente, la mejor persona que habían conocido. Y él se esforzaba para mantener esa idea en la gente: siempre que uno necesitaba ayuda él sería el primero en aparecer dispuesto a hacer lo que fuera necesario. Pero bueno, si bien Fernando y Federico eran una gran compañía y a ella le encantaba encontrarlos de cuando en cuando y tener largas y tendidas conversaciones, Graciela ya se había cansado de aquellas reuniones y hacía años que sólo iba para complacer a su padre, que no hacía otra cosa más que preguntarle cuándo iba a casarse y darle nietos.
Para sumarle un atractivo más al fin de semana de los Sicilianni, iban las tías de sus padres, que no hacían otra cosa más que criticar a todos los presentes ...
viernes, 18 de junio de 2010
La Balsa De Oro: Parte I
Acá les dejo la primer parte del segundo cuento que publico. Disfruten...
Otra vez había llegado esa época del año. Durante cada otoño de los últimos cincuenta años la familia Sicilianni se había reunido en la enorme casa de los abuelos en un olvidado pueblito costero al sur de Buenos Aires. Todo era diversión para Graciela, Susana, Mariana, Fernando y Federico mientras tenían entre cinco y doce años, pero con el correr de los años las cosas habían cambiado: Susana, hermana de Federico, tenía ya cuarenta años, era maestra, estaba casada - con un profesor que había conocido en el colegio en donde trabajaba hacía más de quince años- y tenía tres hijos: Tiziano y Francisco - los gemelos del desastre- y Laura, una bebé de a penas cuatro meses. Mariana, por otro lado, había optado por una vida completamente diferente. A los dieciséis años dejó la secundaria y huyó a Italia con un chico con el que había estado saliendo por dos semanas durante la reunión familiar del otoño del '94. Aparentemente la suerte estuvo de su lado porque, si bien toda la familia fue hasta Italia para llevarla de regreso a Buenos Aires y obligarla a retomar sus estudios, ella siguió viendo al "Tano" a escondidas y a los veinte años se casó, justo un mes antes de que el abuelo del Tano falleciera y le dejara absolutamente todo a su único nieto. Así que para esas alturas, la hermana de Fernando, ya tenía treinta y dos años y estaba casada con un extranjero casi millonario.
Por último, como siempre, estaba Graciela que no tenía hermanos, ni marido, ni hijos, ni perro... y menos dinero. Ella había decidido seguir su vocación: estudió en Bellas Artes y se dedicaba a vender sus pinturas y esculturas, lo cual, como se imaginarán, no le dejaba mucho dinero. Para compensarlo, trabajaba en una galería de arte los fines de semana, en donde la dejaban exponer sus obras y le daban un pequeñp sueldo. Ella no se quejaba de su vida, pero las cosas habían cambiado y definitivamente desde los doce años ya no encontraba placer en aquellas reuniones en dónde lo único que escuchaba eran fabulosos relatos de sus primas ...
Otra vez había llegado esa época del año. Durante cada otoño de los últimos cincuenta años la familia Sicilianni se había reunido en la enorme casa de los abuelos en un olvidado pueblito costero al sur de Buenos Aires. Todo era diversión para Graciela, Susana, Mariana, Fernando y Federico mientras tenían entre cinco y doce años, pero con el correr de los años las cosas habían cambiado: Susana, hermana de Federico, tenía ya cuarenta años, era maestra, estaba casada - con un profesor que había conocido en el colegio en donde trabajaba hacía más de quince años- y tenía tres hijos: Tiziano y Francisco - los gemelos del desastre- y Laura, una bebé de a penas cuatro meses. Mariana, por otro lado, había optado por una vida completamente diferente. A los dieciséis años dejó la secundaria y huyó a Italia con un chico con el que había estado saliendo por dos semanas durante la reunión familiar del otoño del '94. Aparentemente la suerte estuvo de su lado porque, si bien toda la familia fue hasta Italia para llevarla de regreso a Buenos Aires y obligarla a retomar sus estudios, ella siguió viendo al "Tano" a escondidas y a los veinte años se casó, justo un mes antes de que el abuelo del Tano falleciera y le dejara absolutamente todo a su único nieto. Así que para esas alturas, la hermana de Fernando, ya tenía treinta y dos años y estaba casada con un extranjero casi millonario.
Por último, como siempre, estaba Graciela que no tenía hermanos, ni marido, ni hijos, ni perro... y menos dinero. Ella había decidido seguir su vocación: estudió en Bellas Artes y se dedicaba a vender sus pinturas y esculturas, lo cual, como se imaginarán, no le dejaba mucho dinero. Para compensarlo, trabajaba en una galería de arte los fines de semana, en donde la dejaban exponer sus obras y le daban un pequeñp sueldo. Ella no se quejaba de su vida, pero las cosas habían cambiado y definitivamente desde los doce años ya no encontraba placer en aquellas reuniones en dónde lo único que escuchaba eran fabulosos relatos de sus primas ...
jueves, 17 de junio de 2010
18:55 - Desenlace
Cada vez comprendía menos qué estaba pasando. Estaba sentado en un pasillo, enfermeras iban y venían, y a su lado estaban sentados su padre y el mismo hombre de la playa y el parque. Miró su mano y tenía un cigarrillo en ella. Pasaron unos pocos minutos y de una puerta salió una enfermera y dijo “lo felicito, es un varón”, pero cuando se acercó a la puerta para entrar y ver al bebé, la enfermera entró, cerrándole la puerta en la cara y él se vio en un gran espacio en blanco, cuando volvió a abrir los ojos. Esta vez no había nada de nada, hasta que notó que el mismo hombre venía caminando derecho hacia él.
-¿Sabes por qué estás aquí, verdad?
-No sé ni dónde estoy.
-¿Reconoces lo que acabas de ver?
-Sí, primero vi el día en que conocí a Graciela, luego volví a cuando era niño y conocí a mi perro, y por último, cuando nació mi hijo.
-Bien.
-¿Puede decirme su nombre o algo, señor?
-Sí, soy Pedro. Ahora dime, ¿qué sientes al haber vuelto a ver todo esto?
-Me dieron ganas de acariciar a mi perro, llamar a mi hijo, y bueno... no puedo hacer nada por Graciela... yo la perdí. Igual, en cuanto despierte voy a llamarla.
-¿Qué dijiste?
-Que voy a llamarla.
-Ya no puedes hacerlo.
-Ya sé que está con otro, pero no voy a molestarlos.
-No me refiero a eso, ya no despertarás.
-¿Por qué no?, dentro de ocho horas volveré a despertar.
-¿8 horas?... ¿Qué decía la etiqueta?
-“2 PASTILLAS: 8 HORAS...”
-¿Cuántas pastillas tomaste tú?
-¿Sabes por qué estás aquí, verdad?
-No sé ni dónde estoy.
-¿Reconoces lo que acabas de ver?
-Sí, primero vi el día en que conocí a Graciela, luego volví a cuando era niño y conocí a mi perro, y por último, cuando nació mi hijo.
-Bien.
-¿Puede decirme su nombre o algo, señor?
-Sí, soy Pedro. Ahora dime, ¿qué sientes al haber vuelto a ver todo esto?
-Me dieron ganas de acariciar a mi perro, llamar a mi hijo, y bueno... no puedo hacer nada por Graciela... yo la perdí. Igual, en cuanto despierte voy a llamarla.
-¿Qué dijiste?
-Que voy a llamarla.
-Ya no puedes hacerlo.
-Ya sé que está con otro, pero no voy a molestarlos.
-No me refiero a eso, ya no despertarás.
-¿Por qué no?, dentro de ocho horas volveré a despertar.
-¿8 horas?... ¿Qué decía la etiqueta?
-“2 PASTILLAS: 8 HORAS...”
-¿Cuántas pastillas tomaste tú?
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