domingo, 20 de junio de 2010

La Balsa De Oro: Parte III

Para mantener su salud mental, Graciela había encontrado un efectivo método: desde el otoño del '94, en el que toda la familia había estado ocupada siguiendo los pasos de su prima y su noviecito, ella se había tomado la costumbre de ir a un pequeño barcito, en el último rinconcito abandonado del pueblo, y tomarse un café irlandés doble con una porción de torta de manzana -con mucha canela- mientras miraba el mar. Solía ir de noche, escapándose de la familia, mientras todos dormían.
El lugar al que iba era una antigua casa de familia transformada y dividida en dos: de un lado estaba el barcito y del otro, había una panadería. Siempre se sentaba en la misma mesa, en un rincón de la terraza, donde la suave brisa de abril le quitaba todo el sueño. Ya estaba completamente acostumbrada a las pequeñas mesas cuadradas, con manteles verdes y marrones y sillas de madera que combinaban a la perfección, aunque poco podrían distinguirse los colores a la hora que iba ella. Sabía que aquel lugar, atendido por sus dueños, que ya la reconocían, estaba abierto todo el año y los cinco hermanos se relevaban en turnos para atenderlo.
El hermano mayor atendía, generalmente a la mañana, por lo que a penas lo había visto una o dos veces, ya que ella estaba acostumbrada a ir a la noche. El hermano más joven era el que atendía el mostrador durante la noche, junto a otro que tenía dos o tres años más y que se dedicaba a atender las mesas. Estos eran los dos que ella conocía más: el que atendía la caja se llamaba Manuel, tenía “30 y pico” y a la hora que solía ir Graciela, generalmente no tenía mucho trabajo, por lo que mataba el tiempo fumando en la terracita del bar mientras miraba el mar.
El otro hermano se llamaba Hernán y era el que iba y venía entre las pocas mesas con gente que había en ese horario. Mientras no tenía nada que se hacer se acercaba a su hermano al borde de la terraza y le alcanzaba una tacita de café y charlaba con él en voz baja. Los otros hermanos trabajaban en la cocina, o en la panadería, por lo que ella no conocía a ninguno.
Ese año Don Sicialianni -como le decían en el pueblito- había llamado a Graciela pidiéndole que fuera a la típica reunión una vez más. En ese momento, Graciela tenía la oportunidad de conseguir un trabajo importante, por lo que ya no tenía ningún interés en ir a aquella reunión, cuando podía encontrar una solución a sus problemas económicos. Pero justo cuando ella se había decidido a llamar a su padre y decirle que no iría, su madre se anticipó y la llamó, diciéndole que debía asistir a esa reunión: “Todos tus primos van a ir”, lo que prácticamente fue obligarla.

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