Esta historia comenzó cuando ninguno de ellos era consciente de eso. Era una tibia mañana de marzo en Buenos Aires. Una mujer, de unos “treinta y pico”, se encontraba de pie frente a la puerta del jardín de infantes con su hija abrazándole las piernas. Junto a ella otra mujer, de apróximadamente la misma edad, se encontraba en la misma situación con su pequeño hijo, que miraba con cariño a la nerviosa niña. Al igual que su hijo, la segunda mujer notó que la otra estaba tan nerviosa como su hija.
-¿Es su primer año, no?- dijo tratando de distraerla
-Sí, ¿tanto se nota?- dijo, sonrojándose, la otra mujer.
-No hay problema, se adaptará muy pronto...
Mientras las mujeres continuaron su conversación, la niña se dio vuelta para ver el rostro de la señora que hablaba con su mamá. Tenía cara simpática y aparentaba ser una persona tranquila. La examinó durante cierto tiempo y luego bajó la vista hasta el niño que continuaba observándola en silencio. Tenía ojos similares a los de su madre, pero en él se encendía un chispazo que logró hacerla olvidar sus nervios. Él seguí mirándola fijamente y, mientras el primer rayo del sol se reflejaba en sus cabellos dorados, notó que sin su madre, ella luciría totalmente indefensa. Deseaba hacerle saber que no había nada que temer, que sólo tendría que acostumbrarse a pasar algunas horas sin su madre, pero todo iba a estar bien. Pero había algo en ella que lo aterraba. Con su pequeña mente de sólo cuatro años, no lograba explicárselo pero ahora él también estaba nervioso.
Los minutos pasaron rápidamente y una joven abrió la puerta.
-Por ser el primer día nos dejarán pasar a nosotras también... - dijo la señora que ya lo había vivido un año atrás- ellos harán una ronda en el centro, cantarán algunas canciones y luego irán a uno de esos salones- hizo un ademán señalando unas puertas- con alguna de aquellas chicas- usó otro ademán para señalar a las maestras.
-Vamos, chicos, acérquense- dijo la maestra.
-Sigue a mi hijo, linda- dijo la señora mirando a la niña.
-Vamos, no tengas miedo, yo estaré aquí- le dijo su madre
En ese momento los ojos de ambos volvieron a cruzarse por un instante: ella notó que el chispazo en los ojos del niño ardía más que cualquier otra cosa que hubiera visto hasta entonces. Él se dio cuenta de que el momento había legado, tenía que hacerle notar que no estaba sola.
-Sígueme- fue lo único que logró decirle, los nervios ya no lo dejaban respirar.
Las madres entraron, las maestras organizaron la ronda, el “niño de los ojos chispeantes” y la “niña de cabello dorado” estaban juntos. Por un momento ninguno de los dos sintió nervios: no importaba que mamá se fuera, ella ya tenía un amigo allí; y no importaba el miedo que él antes había sentido, ahora había logrado mostrarle que era capaz de tranquilizarla. Se olvidaron del mundo por un sagrado momento que les valió por horas.
Una canción que no sabían comenzó...
“Oíd mortales el grito sagrado...” - cantaban las madres mirándolos.
-Tu bolsillo es del mismo color que el mío- dijo ella inocente.
-Eso es porque estaremos con la misma maestra- Respondió él, orgulloso de haberle resuelto su duda.
-Pero si tú ya has estado aquí y eres más grande, ¿por qué estarás conmigo?
Tuvo que tomarse un segundo para calmarse. La niña hablaba demasiado rápido.
-¿Cuántos años tienes?
-Tres- Respondió dulcemente
-Eso es porque los chicos de tres y cuatro estarán conmigo este año; ¡ahora silencio!- Intervino la maestra.
Esa fue la primera de muchas preguntas que él no supo contestarle, y la primera de muchas veces que mantuvieron charlas secretas en momentos de extremo silencio.
Las madres se fueron. La ronda se rompió. La niña se acercó a la puerta cerrada por donde había entrado su mamá. El niño se acercó a ella.
-¿Qué sucede?
-Mamá no está
-Sí, se ha ido... igual que la mía.
-Pero no se despidió...
-No pudo, seguro lo hubiera hecho si hubiera podido
-¡Chicos adentro!- gritó la maestra.
Él se alejó sintiéndose mal consigo mismo por no haber sido capaz de consolarla. Desearía haber podido decir algo que en verdad la calmara, pero ya se había dado cuenta de que cuando se trataba de ella las palabras parecían huir de su boquita. Sin poder hallarle explicación, permaneció observándola desde lejos, donde la maestra no pudiera retarlo.
El tiempo pasaba y la sonrisa estaba cada vez más desdibujada del rostro de la niña. El sol rebotaba en su sedoso cabello una vez más, y una lágrima comenzó a caer por su rosada mejillita. Él no comprendía qué sentía, deseaba verla riendo otra vez, pero ¿qué podía hacer? Decidió decirle a la maestra. La joven se dirigió hacia la niña y la abrazó. Él seguía observando la escena desde lejos, pero se dio cuenta de que, si bien estaba satisfecho por haber logrado que alguien la consolara, en su corazoncito algo le decía que debía ser él quien la abrazara.
Un rato más tarde la niña regresó.
-¿Estás mejor?- preguntó él
-No hasta que vea a mi mamá- dijo ella entre lágrimas
-Si te hace sentir mejor, yo también extraño a mi mamá- y sonrió
-¿Ah, sí? ¿Y qué haces?
-La extraño... -dijo confundido
-¿Quieres que extrañemos nuestras mamás juntos, entonces?- dijo ella, sintiendo cómo la sangre le subía hasta las mejillas.
-Bueno, ¿aquí está bien?- dijo mientras señalaba la ventana que daba al jardín del colegio
-¡Mira ese árbol!- dijo maravillada por el tamaño del antiguo sauce. Y así comenzaron a hablar de árboles y flores, y mariposas, hasta que se olvidaron de la tristeza de que sus madres ya no estaban allí.
Así el día pasó rápidamente, y cuando se dieron cuenta, ya era hora de encontrarse con sus madres nuevamente. En la alegría de verlas y contarles todo lo que habían vivido en aquel mágico día, se olvidaron el uno del otro...
Los años pasaron de igual modo, los chicos de cuatro y cinco años ya no estaban con la misma maestra... Ni los de cinco y seis, ni los de seis y siete... y ya no recordaron ni sus nombres.
domingo, 12 de diciembre de 2010
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