miércoles, 29 de diciembre de 2010

Capítulo V: Un Toque de Música

Al lunes siguiente regresaron al colegio como siempre y, más allá de los comentarios de todos acerca de lo sucedido el sábado, no sucedió nada. Si bien Margarita estaba feliz de estar en boca de todos por algo bueno -porque sabía bien que la gente es así: puede alabarte constantemente o puede sentenciarte y ser más cruel que el peor de los jueces- y que todos le hicieran cumplidos, ya fuera por su vestido, su baile o lo simpática que le había parecido a todos aquella noche. Ella en realidad le daba poca importancia a todos aquellos comentarios, ya que seguía esperando que Juan dijera algo referente a aquella noche, pero él parecía haberlo olvidado todo. Por otro lado, parecía que todos los comentarios que esperaba recibir de Juan, se los decía Nicolás que, por más de que salía con otra chica del salón, no tenía amparo alguno en insistir en sus halagos. Ya era por demás insistente y, aunque del modo más suave que podía, Margarita le había dicho que no estaba interesada en él en reiteradas oportunidades, él continuaba diciéndole frases que tenía armadas y que probablemente ya les había dicho a otras chicas. Llegó a un punto en el Margarita ya no sabía cómo hacer para no resultar antipática, pero a la vez hacerle entender de modo claro que él no era el tipo de chico que a ella le gustaba. “¿Qué tengo que hacer para gustarte?” le preguntó un día y, aunque ella no dio respuesta alguna más que una leve risita, en su interior pensó “parecerte más a Juan”. En esa época Margarita tenía la costumbre de sentarse junto a uno de sus mejores amigos, en el último escritorio del salón y, hasta que llegaran los profesores, le contaba las cosas que le sucedían y él siempre se mostraba deseoso de escucharla y a la vez le daba los mejores consejos y lo hacía con una bondad tal que Margarita no lograba comprender cómo había chicos que lo dejaban a un lado. Sí, era verdad que estaba un poco loco, pero era sin dudarlo, una de las personas más buenas y sinceras que ella conocía. En más de una conversación con su amigo, Cristian, aparecía Nicolás y se quedaba hasta que Cristian sentía que estaba de más, y entonces comenzaban nuevamente los halagos y las frases gastadas. Margarita llegó incluso a pedirle a su amigo que se hiciera el distraído y no la dejara sola con Nicolás. Así, como todo chico, se fue cansando y se limitó a decirle algún cumplido de vez en cuando, cuando la situación lo ameritaba.



Por otro lado, siguiendo la costumbre del colegio religioso al que asistían, una vez por mes tenían, durante el horario de clases, una misa especial, llevada a cabo por el sacerdote de la parroquia a la que pertenecía la escuela, ubicada justo al lado de esta. Ese era el momento del mes en el que los profesores y preceptores se veían asignados a luchar contra los alumnos, que aprovechaban el momento para hacer todo tipo de cosas. Algunos se iban de a grupos de dos o tres, a los últimos bancos de la Iglesia, otros se quedaban dormidos. Siempre había alguno que se reía de los chicos que pasaban a leer las lecturas durante la Liturgia de la Palabra, y nunca faltaba alguno de los chicos más grandes para tratar de tomarle una fotografía al sacerdote con la cámara del celular, que escondían bajo la campera del uniforme. Los profesores también cometían de las suyas en esas ocasiones, siempre había algún profesor que no podía evitar entrecerrar los ojos y terminaba parándose al lado de los alumnos (haciendo de cuenta que así podía vigilarlos mejor) para no quedarse dormido. Siempre estaba la directora que se emocionaba con los cantos de meditación y comenzaba a canta más fuerte que nadie, llevando la voz a un falsete que no sonaba para nada bien en el oído de los estudiantes. Los chicos se quejaban siempre de que el guía alternara constantemente las frases “Nos ponemos de pie” y “Podemos tomar asiento”, por lo que se sentaban ante de que el guía diera la orden y en una oportunidad éste no lo notó y pronunció la frase “Pueden tomar asiento” cuando ya todos se habían sentado. Aquel día la Iglesia completa, incluyendo a profesores, directivos, e incluso el sacerdote, estallaron en una celestial carcajada. En fin, las misas mensuales del colegio eran algo de lo que tanto profesores como alumnos se quejaban pero siempre había en ellas algo que daba de que hablar la mañana siguiente, como la vez en la que la directora les dijo a un curso “en un rato los vengo a buscar y vamos a la Iglesia” y luego se olvidó de regresar. Todos los demás cursos se fueron a la Iglesia dejaron a treinta chicos solos en el colegio encerrados en un aula, hasta que un profesor notó que faltaba un curso en la Iglesia y entonces fueron a buscarlos.

Para estas solemnes ocasiones el colegio había decidido organizar un coro de alumnos, conformado por chicos de diferentes cursos, sin importar en realidad sus cualidades musicales, sino que más bien sirvieran de acompañamiento durante las misas. Por esto muchos de los alumnos se unían al coro para salir de las clases con el fin de ensayar las canciones. Pero ése no era el caso de Margarita, quien se había unido porque en verdad le gustaba cantar; y tampoco era el caso de Juan, quien se había unido porque Margarita se había unido una semana atrás.

Así, el coro del colegio se reunía durante horas de clase, en algún saloncito que hubiera libre y, durante la semana previa a cada misa, practicaba las canciones. En un principio Karen también se había unido, pero terminó dejando a Juan y Margarita solos para que se conocieran un poco más. Esto fue generando varias situaciones divertidas entre ellos. Como por ejemplo un día en el que estaban todos reunidos ensayando en un saloncito que generalmente estaba vacío. Usualmente pasaban una o dos horas practicando, pero ese día la chica que dirigía el coro y sus compañeros tuvieron que irse y les dijeron que ellos podían quedarse ensayando cuanto quisieran. Ellos no se negaron y decidieron quedarse allí hasta que algún profesor los llamara. Ese día no tenían ninguna materia muy importante, por lo que ningún profesor se molestó por que estuvieran ausentes a su clase. Ellos pasaron todo el día encerrados allí cerca del calor de, probablemente la única estufa que funcionaba a la perfección de todo el colegio.

Al principio ella estaba cantando algunas canciones pero, con su típica timidez, cada vez bajaba más el tono de su voz. Entonces Juan decidió tratar de hacerla sentir un poco más segura y luego de decirle "no te detengas, tienes muy linda voz", agarró la guitarra y, aunque no sabía tocar, comenzó a raspar las cuerdas con sus dedos, de modo que sirvieran de acompañamiento y Margarita no escuchara sólo el sonido de su propia voz. Rápidamente se les acabó el día, que pasaron encerrados en aquel lugar, alejados de todos los demás, y compartiendo conversaciones sobre todos los temas que a uno se le pueden ocurrir.

Al día siguiente tuvieron la misa para la que habían estado ensayando y, nuevamente compartieron numerosas charlas y relacionaron cada lectura escrita por San Juan con su joven tocayo.

Este tipo de situaciones se repetían una vez por mes y ellos pasaban esa semana conversando constantemente. Durante el resto del mes prácticamente ni hablaban, sino sólo cuando las situaciones los llevaban a hacerlo.

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